Como cada sábado por la mañana, salí de mi departamento a pasear a Poke, mi perrita. A pesar de la extinción de animales en todo el mundo, esa pequeña se las ingenió para llegar a mis brazos cuando apenas era cachorra. Eso sí, siempre terminaba como el escape de mi Mustang 1965, bañada en polvo y oliendo a rayos. Aun no entiendo cómo, pero se soltó de la correa y salí corriendo tras ella hacia el puerto.
En ese momento fue cuando la vi por primera vez.
Estaba en la playa caminando descalza, con su cabello oscuro reflejando el sol, cuando Poke se le acercó emocionada, dándole vueltas alrededor de ella. Cuando por fin pude llegar, le di las gracias y asombrado por su belleza, me despedí. Olvidé preguntarle su nombre.
Un día terminando la jornada y con un poco de hastío, no quise pasar al departamento y me seguí varias cuadras hacia el puerto. Entré a este pequeño bar llamado “Arena y Sal”, en su interior se podían contar las mesas con los dedos de una mano. Sin embargo, algo tenía ese lugar que me hizo quedarme a beber un trago. Me acerqué a la barra y la vi. Tan sonriente como aquella vez y un resplandor en sus ojos me poseyó por completo. Le pedí un caballito de tequila y me reconoció. Me sonrió. Mientras me tomaba mi bebida, ella atendía a los clientes de una manera tan delicada, tan ordenada, se movía de un lado a otro suavemente, como si estuviera realizando un baile espiritual. Lo que me causaba impresión por el tipo de trabajo.
Pasó el tiempo y sólo pensaba en ir a visitarla y contarle de mi día. De mi aburrida vida, de mi separación. De las locuras que tenía que pasar con Poke y sus vecinos pretendientes… le contaba todo, se me hizo costumbre. Ahora que lo pienso, me sorprende que no me vetaran de la cantina.
Una tarde mientras esperaba sentado en la barra a que ella atendiera a un par de señores, me le quedé viendo a mi caballito con agua, un poco perdido. Sí, ella me había convencido que dejara de beber. Cuando escuché entre risas que uno de esos señores le dijo “preciosa”. Apenas pude contenerme. Nunca había sentido lo que en ese momento, mi corazón palpitó veloz y mis puños me dolían de tanto apretarlos. Pero con cada segundo que pasaba lo iba aceptando, ella no le pertenecía a nadie. Y nunca sería así. No tenía razón para sentir celos. Ni siquiera éramos nada. Además, ella trabajaba ahí para todos los clientes del lugar, en su mayoría hombres que claramente se percatarían de su belleza. Uno tendría que estar ciego para no darse cuenta.
Finalmente me decidí a invitarla a salir y accedió, tarea difícil ya que siempre salía de trabajar con una amiga suya.
Caminamos de noche por el puerto, a unas cuantas cuadras de su departamento, era una de esas noches mágicas en las que todo se acomodaba para ser perfecto, cuando le dije lo que sentía por ella. Sus ojos ámbar se llenaron de lágrimas y me miró fijamente. “Soy invidente” me susurró con voz quebrada. Yo no lo creía, todo el tiempo me había dirigido la mirada como si…
No supe qué decir. La abracé fuerte. No sabía cómo tratarla, me sentía como un idiota. Fuimos a donde ella vivía y se despidió con un tierno beso en mis labios. Supo exactamente donde estaban. Y cerró la puerta.
Días después, cuando quise visitarla de nuevo, ya no estaba. Tampoco en la cantina.
Nunca la volví a ver.
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