Doce del día. Los gritos de una mujer enfurecida atravesaban las carcomidas paredes de un departamento sucio y maloliente. Un hombre de huesos anchos y barba de varios días, dormía en ropa interior sobre un colchón sin sábanas en la posición más incómoda que su inconsciente le pudo sugerir. El departamento sólo tenía una habitación y una especie rara de clóset de tres paredes donde se ubicaba el inodoro y el lavabo. La cocina se fundía con la sala y el dormitorio de una manera casi poética. Un pequeño mueble pegado al colchón sostenía unas llaves, la mitad de una cerveza caliente y dos cajetillas de cigarros abiertas.
Los gritos de la mujer se convirtieron en irritantes carcajadas que despertaron a Bruno con un dolor de cabeza. —Para qué quiero un despertador, si tengo a Emma de vecina —se dijo a sí mismo, mientras apretaba las palmas de las manos contra su frente.
Se incorpora y toma del mueble un cigarro. Lo enciende y mira por la única ventana de su departamento. El cielo estaba blanco, pero no se veía ni una nube definida. Su departamento estaba en el tercer piso, así que por más que quisiera no podía ver más allá de los otros departamentos, ni perder de vista a William, el vagabundo de la esquina que sólo usaba unos jeans, lo suficientemente rotos de la entrepierna para dejar ver sus testículos. No era la mejor imagen para iniciar el día.
Sin haberse terminado de fumar el cigarro, se vistió, se puso unas botas sucias y salió a la calle en busca de algo que le quitara el dolor de cabeza.
Caminó cuatro calles en dirección a la licorería. No era la única de la zona, pero por alguna razón se acostumbró a ese camino. Antes de llegar, tres prostitutas se le acercaron y empezaron a hostigarlo. —Mi amor, ¿por qué tan solito, no quieres que te hagamos compañía esta noche? —le dijo una de ellas, mientras le pegaba los pechos a su brazo, usaba un vestido púrpura que le llegaba al final de las nalgas y un perfume que mareaba después de un momento. Él las ignoró. Trataron de seguirle el paso, pero las perdió al entrar a la licorería.
—Quiero su whiskey más barato. No recuerdo el nombre de la marca.
El vendedor se sorprendió de ver a Bruno en ese estado, aunque no fuesen amigos, se había vuelto cliente frecuente.
—Estos dos tienen el mismo precio. ¿Quiere el que probó la última vez? Porque es este, el de etiqueta roja —dijo el vendedor, que ya estaba entrado en años.
—Está bien.
—Perfecto. Son doscientos.
—Aquí tiene —expresó Bruno un tanto harto. El dolor de cabeza ya le empezaba a punzar fuerte de nuevo.
—Gracias por su compra. Por cierto, quisiera agradecerle por ayudarme el otro día con esos malditos delincuentes. No pude hacer nada, ya estoy muy viejo para esas cosas, pero usted les dejó claro que aún hay gente cuerda en esta ciudad —dijo el vendedor.
—No estoy muy seguro de eso último. Pero sí. De nada. Supongo que tuvo suerte.
—Si no hubiera disparado en el momento en que lo hizo, hubieran sido mis sesos los que habrían pintado el piso.
Bruno salió de la licorería y ahí estaban otra vez las prostitutas. Lo estaban esperando. Puso cara de pocos amigos y caminó con su botella en mano. Sólo quería llegar a su habitación para poder acompañar su whiskey con el único huevo de gallina que tenía en la cocina. Le había costado una fortuna en el mercado.
—¿Qué pasó chiquito? Compraste algo para nuestra fiesta? —preguntó una de ellas.
Las tres empezaron a aproximarse hacia él, riéndose y haciendo comentarios inentendibles entre ellas. Pero antes de que alguna lo tocara, rápidamente sacó su revólver S&W 29 y lo apuntó al cielo frente a su sien. Las mujeres, entre asustadas y enojadas, se dieron la vuelta y desaparecieron en medio de maldiciones.
Dos calles antes de llegar a su edificio, abrió la botella de whiskey y le dio unos cuantos sorbos para calmar su sed. Mientras caminaba por el asfalto quebrajado, recordó a su esposa y los ricos platillos que cocinaba. Sobre todo, esos lunes por la noche, cuando él llegaba del trabajo agotado y ella le servía su postre favorito. Lo revitalizaba por completo. Extrañaba su sonrisa.
Llegó a la entrada del edificio. Y mientras sacaba las llaves de su bolsillo, el vagabundo que vivía en la acera de la esquina, se le acercó pidiendo limosna.
—Maldita sea William, ¿no fue suficiente con lo que te di la semana pasada?
—Una ayudadita, por favor. Perdí mi casa, mis hijos y mi trabajo… no tengo nada.
—No seas imbécil. Todos sabemos que tu familia te echó porque no quiere saber nada de tus estúpidas adicciones. ¿Con qué ojos crees que te veían tus hijos? No eres un ejemplo para ellos, eres una vergüenza. No perdiste tu trabajo, les robaste para irte a comprar heroína. Deberías dar gracias que no estás en la cárcel. Deberías dar gracias que aunque no te quieran volver a ver, tienes familia. Idiota. Quita las manos.
Por poco le cierra la puerta en la cara a William. Subió a su departamento y se echó al colchón. Estaba aturdido. El dolor de cabeza había desaparecido pero su mente era un asco. Se buscó en el bolsillo y sacó un pequeño frasco de pastillas. Se sentó en la orilla del colchón, abrió el frasco y dejó caer una diminuta esfera azul en su mano. La metió a su boca y se la pasó con whiskey.
De inmediato perdió el control de su peso y cayó acostado. Sus ojos completamente dilatados, aunque estaban abiertos, veían todo menos el húmedo techo de su departamento. Colores. Un arcoíris que se aferraba a sus recuerdos más placenteros lo guiaba por un sendero de alegría y tranquilidad.
Stella.
La miraba a ella. De frente, como si estuviera ahí con él. Comiendo. Riendo. Corriendo.
Y también estaban abrazados, en un camastro de una terraza a la luz de las estrellas. Uno y cientos de recuerdos a la vez. Una conexión tan fuerte y vívida, que no había forma de distinguir la realidad. Porque sus recuerdos dejaban de serlo, para disfrutarlos a tal grado que ya eran su presente.
Pero algo en el sendero lo guio a un recuerdo que no quería visitar.
Era de mañana. Su esposa Stella estaba atendiendo un huerto de verduras frente a la casa que juntos habían construido. No había edificios, no había ruido de autos o de gentío. Sólo ellos dos. Él se encontraba en la cocina, haciendo el desayuno para ella. La miraba de vez en cuando por una ventana. La puerta de la casa estaba abierta. Les gustaba sentir el aire fluir. El feng shui les había enseñado a eliminar las bajas vibraciones y la energía estancada. Cuando Bruno terminó de preparar el desayuno, la llamó para que lo acompañara a comer. No respondió. Por lo que se asomó por la ventana, pero no la vio. Abrió la ventana y la volvió a llamar. No respondió. Dejó los platos en el comedor y salió de la casa a buscarla, pero ahí estaba. A unos diez metros de la entrada, de espaldas, hablando con un hombre alto de sombrero negro que parecía haber estacionado un Cadillac frente al jardín.
—¿Quién es, cariño?
Al darse cuenta que su esposo la llamaba, ella volteó su cabeza apaciguadamente.
Pero algo no estaba bien. Sus ojos tenían una expresión de tristeza y su boca semiabierta no emitía ningún sonido.
Cuando terminó de darse la vuelta, mostró su estómago totalmente manchado de sangre. Se tambaleó por un segundo y cayó muerta.
—¡Stella! —gritó Bruno con la voz destrozada, cayendo de rodillas. —¡Imbécil!, ¿por qué?, ¿por qué lo hiciste?
Bruno se levantó rápidamente lleno de rabia para correr hacia aquél sujeto y despedazar su vida como ya lo había hecho con la suya.
Otros dos hombres salieron del Cadillac antes de que siquiera llegara a dar el primer golpe y entre los tres le dieron una paliza, dejándolo moribundo.
El más grande de los tres hombres tomó a Bruno por el cuello y lo arrastró hasta la casa.
—Un placer verte de nuevo, Bruno —dijo el hombre de sombrero negro. Poniéndolo en cuclillas y dándole unas palmadas en el cachete.
—¿Qué quieren?
—Queremos que le devuelvas a la familia lo que le debes. El jefe está particularmente molesto contigo.
—Malditos bastardos. La mataron… Pudieron haberme hecho cualquier cosa, pero en vez de eso, decidieron…
—¿Qué esperabas?, ¿Que entráramos por la puerta con un ramo de flores, pidiendo una taza de café? No seas ridículo. —El hombre de sombrero deja salir una ligera risa y se sienta en una de las sillas del comedor, alzando los pies para colocarlos bruscamente sobre uno de los platos que estaban servidos en la mesa. El plato de Stella.
—No tengo nada.
—¿Qué mierda dices? —preguntó incrédulo aquél hombre, bajando los pies de la mesa y con ello tirando las cosas que estaban encima.
—Usé todo el dinero de la droga para salir de la ciudad, cambiar nuestra identidad y construir esta casa. Íbamos a vivir otra vida. No tengo nada. Y con nada estaba bien.
—¡Idiota, no podemos regresar con el jefe sin nada! O nos das el alcaloide azul o el dinero. Bill, hazle saber que estamos molestos.
Bill era el mastodonte que lo había arrastrado hacia adentro del comedor. El tipo asentía con la cabeza mientras se colocaba una manopla en su mano derecha. Nervioso, Bruno empezó a respirar agitadamente y a hacer exhalaciones fuertes. Sabía que le iba a doler.
Primer golpe.
Directo al suelo. Mareo. Bruno sintió como uno de sus dientes cayó a la punta de su lengua. Lo escupió y rodó por la cocina dejando una delgada línea de sangre.
—Sabes, antes dabas más pelea —expresó el hombre de sombrero.
Segundo golpe.
Esta vez, el mastodonte le dio una patada en el abdomen, tan violenta, que lo empujó hasta un mueble de la cocina. Pasó mucho tiempo para que pudiera volver a tomar una bocanada de aire. Sintió frío. Empezó a temblar. Su cuerpo ya estaba llegando a sus límites. Poco a poco pudo mover su brazo y usarlo para incorporarse lentamente. Recordó que tenía una pistola guardada en un cajón de la cocina. Tal vez esa era su única oportunidad. Pero no sabía si estaba cargada. O si le daría tiempo de disparar.
—Recuerdo cuando entré a la familia. —El hombre de sombrero comenzó a dar vueltas en la sala mientras encendía un cigarro. —Tú estabas ahí como idiota, parado frente a la silla del jefe, como si tuvieras trato especial. Un vil vendedor de droga, en mi glorioso día, viendo como me asignaban puesto. Qué humillante.
Bill se sentó en uno de los sillones de la sala, echó sus brazos para atrás y sostuvo su cabeza con las manos. Habían emprendido un viaje muy largo para encontrar la casa.
El otro sujeto tomó uno de los cubiertos y empezó a comer de lo que estaba esparcido en la mesa.
—Odio decirlo, pero es una lástima que hayas huido de la familia, las cosas han mejorado mucho desde entonces. A Bill le darán un Rolls Royce Phantom IV la próxima semana. ¿Lo conoces?, ¡es un auto de reyes! Espero que sea descapotable, si no, es probable que su estúpida cabeza vaya a romper el techo antes que —Disparo.
La bala fue directo a la frente de Bill, quien ya estaba por quedarse dormido. Bruno había conseguido abrir el cajón de la cocina sin que lo notaran y por suerte el arma aún tenía municiones. Rápidamente se escondió tras una pared, disparó aleatoriamente a la sala y tomó aire para lo que iba a pasar.
—¡Idiota mataste a Bill!
Cuando cesó el fuego, ambos hombres salieron corriendo de la sala en búsqueda de Bruno pero no lo encontraron. No hubiera podido subir al segundo piso porque las escaleras estaban frente a ellos. Lo habrían visto. Seguía ahí. Abrieron cajones, tiraron todo. Quitaron la alfombra… Y encontraron una pequeña puerta de acero en el piso. Estaba sellada por un código.
Bruno y Stella habían construido juntos la casa, pensando en que en cualquier momento necesitarían escapar de las autoridades o de quien fuera. Debido a que el cambio de identidad era penado con la muerte.
Por eso hicieron un túnel que los llevaría fuera de la casa con un sistema de defensa un tanto particular.
Inmediatamente las ventanas y puertas de la casa se cerraron por completo con unas gruesas capas de metal. Del sistema de aire acondicionado en el techo, salía un gas que poco a poco inundó todo rincón. Y mientras el hombre de sombrero y su compañero intentaban salir a raíz de disparos y patadas, una hornilla de la estufa se encendió.
Todo se involucró en una estrepitosa explosión.
Las llamas arrasaron con las habitaciones, los muebles… y los intrusos.
Al final del pasaje, Bruno abrió una especie de escotilla. Tuvo que dar un par de pasos hacia atrás porque un montón de tierra de afuera cayó al túnel. Salió como pudo. Volteó a ver su casa a lo lejos y un montón de humo ya cubría el cielo. Claramente los tres pisos de lo que había sido su hogar ya eran sólo escombro. Perdió el aliento y se le rompió el corazón. Mismo que le rogaba regresar por Stella. Pero su cuerpo no quería correr el riesgo, ya no podría hacer nada para defenderse si algo ocurría. Tuvo miedo. Se quedó inmóvil por un minuto. Una y dos gotas de sangre se desprendieron de su cabeza y cayeron a la tierra árida.
Bruno despertó súbitamente con la respiración agitada. Sudaba frío.
Ya estaba anocheciendo. Vio la hora: 6 PM.
Moría de hambre. Pensó en cocinar el único huevo que tenía en el frigobar. Pero sabía que no serviría de mucho. Revisó su bolsillo. Pero no tenía ni una moneda. Inspeccionó en el primer cajón de su único buró y encontró un fajo de billetes que había estado guardando para emergencias. —No se puede prolongar lo inevitable. —se dijo así mismo. —Tengo que conseguir otro cliente.
Trabajaba de asesino a sueldo. Ya había tenido diez clientes y eso lo consternaba un poco, no tenía intenciones de durar tanto en el negocio. Evitaba a los políticos y gente de poder porque quería evitarse demasiados problemas. Aunque definitivamente le dejaba mucho más de lo que ganaba de albañil y guardia de seguridad. Las cosas siempre habían estado mal en la economía de Ciudad F, pero esos días eran particularmente difíciles.
Ningún vecino tenía idea de su trabajo, ni siquiera les pasaba por la cabeza. Pero sabían que era un tipo de cuidado, nadie se metía con él. No hacían preguntas.
A pesar de que no era muy bueno relacionándose con otras personas, tenía un fuerte sentido de responsabilidad hacia los demás.
En una ocasión, un ladrón entró al edificio habitacional y se inmiscuyó al departamento de al lado. Podía escucharse perfectamente cómo le gritaba a su vecina “Es un asalto, saca las joyas perra”. Definitivamente él no era el único enterado de la situación, la mitad del edificio cerró sus puertas con doble llave. Incluso hubo una señora de cincuenta años que se encerró en su baño junto con su gato y avisó a la policía. Claro, hay que mencionar que antes de subir al tercer piso, el ladrón había tenido la amabilidad de visitar a un vecino del primer piso para robarle y matarle por intentar escapar.
Bruno, fastidiado por el ruido, salió de su departamento y fue a ver por qué tanto alboroto. Cuando abrió la puerta y se dio cuenta de que el ladrón estaba encima de Emma, quien ya no tenía pantalones y lloraba aterrada, le disparó en ambas piernas. El ladrón gritó desesperado del dolor mientras se revolcaba en el suelo. De un momento a otro, sacó un arma que traía en su cinturón y le apuntó a Bruno. Éste rio y se quedó inmóvil. Extendió los brazos y dijo de manera sombría “Adelante, dispara imbécil. No puedes matar a lo que ya está muerto.” El ladrón dio tres disparos hasta que su arma se atascó. No pudo acertar ninguno entre el dolor y el pánico. Por lo que Bruno se abalanzó contra él y le dio una golpiza. Lo sacó del edificio y en medio de la calle, frente a los ojos de sus alterados vecinos y otra gente que por ahí pasaba, le voló la cabeza. Y de pronto emergió una ovación.
...
A regañadientes, tomó el fajo de billetes del buró y lo metió a su bolsillo. Tenía que ir a un lugar peligroso, era mejor tener algo con qué negociar si algo salía mal. Ya que últimamente, su vida no le parecía suficiente.
Salió a la calle y tomó el subterráneo en dirección al centro de la ciudad. La gente lo miraba raro, como si fuera uno de esos reptilianos de los que las familias tenían pavor. Una señora que iba sentada amamantando a su bebé, hizo que el pobrecillo escupiera la leche por gritarle a Bruno que se largara del vagón y saltara al caño con los de su especie, las ratas. Y es que era un hombre corpulento y no se había bañado en días, que además, usaba siempre gabardina y sombrero, lo que lo hacía sudar en lugares concurridos como ése. De cualquier forma, no quería que nadie se le acercara. No tenía intención de cultivar relación alguna.
Subió las escaleras a una calle solitaria. Sólo un par de locales parecían estar abiertos, sin embargo, sin clientes no asemejaban ser la mejor opción para consumir alimento alguno.
Siguió caminando, pasando entre bares y prostitutas, llegó a un edificio que se desempeñaba como almacén de una marca de textiles. No era nada popular en el mercado y no le interesaba serlo. Caminó hasta llegar a un costado del almacén donde había una puerta de acero que denotaba varios disparos de bala. Dio tres ligeros golpes a la puerta y juntó los dedos de su mano derecha para formar un círculo que se colocó en la frente. Se escucharon unos pasos lentos atrás de la puerta y una mirilla rectangular se abrió a la altura de sus ojos. De la mirilla se emitió un láser que lo escaneó de los cabellos a las suelas. Una voz áspera y grave preguntó —Bruno Clay, ¿a qué viene?
—Quiero trabajo. Y un whiskey bien servido.
La puerta se abrió. Un hombre trajeado y enorme se dejó ver, parecía un toro, por el par de cuernos implantados en su cabeza y el arete que colgaba de su nariz. Después de entrar y de cerrar la puerta de acero tras él, le hizo estirar los brazos al recién llegado para catearlo y asegurarse de que no tuviera ningún arma. Al acabar la clara e innecesaria violación sexual, el toro le permitió seguir el pasillo al bar.
Al acercarse y atravesar el pasillo, poco a poco llegaba a sus oídos un jazz suave que le ponía la piel de gallina, era el trío del lugar, situados en un reducido escenario frente a la pared con luz neón roja. Le impresionaba el hecho de que los tres señores, que ya estaban avanzados en edad, pudieran tocar todos los días en un lugar como ése. Seguro la paga era buena. Estuviera lleno o vacío, no importaba, ahí estaban. Al fin y al cabo, sabían que nunca habría una riña, siempre había intereses más grandes. Las personas que iban a Tres Ojos, iban a hacer negocios.
Aunque no era muy amplio, era un lugar turbio con hedor a carne podrida y cocaína, con los suficientes clientes malencarados y agobiados como para contagiarte hasta los huesos.
Bruno se sentó en una mesa de dos sillas. Pidió su whiskey y esperó. Había más clientes que la última vez que había estado ahí. Miraba a la gente entrar y salir del lugar, siempre llevaban en su rostro cierto nerviosismo.
El proceso era sencillo, sólo entraba uno por mesa. Si querías un trabajo, te sentabas en las mesas del centro y esperabas. Si querías contratar, te sentabas en la barra y le preguntabas al bartender por el menú. Como podrás imaginar el bartender resultaba ser muy popular.
No había esperado más de cinco minutos y un hombre se sentó en la otra silla de su mesa. El señor era gordo, ya entrado en sus cuarenta y tantos, vestía ropa sucia y tenía una asquerosa verruga en la nariz.
—Me dijeron que matas por dinero.
—Sí. Así parece. —Bruno, un tanto sorprendido por la afirmación tan directa de aquél sujeto, hizo el ademán al mesero de que el vaso de whiskey era para él.
—Quiero matar a mi jefe, se llama Wallace. Trabajo en un restaurante italiano como mesero y no puedo seguir tolerando que se esté pudriendo en dinero cuando ni si quiera se aparece en el local.
—Suena a algo muy normal. Aunque no juzgo, no es mi trabajo.
—Quiero que se haga mañana. Aquí está su información y cómo contactarme. —El gordo sacó un sobre cerrado de su gabardina y lo puso frente a él.
—Pero ni siquiera ha escuchado cuánto cobraré por el trabajo.
—Claro, ¿Cuánto quieres? ¿Te parece bien cinco millones?
Bruno casi salta de su silla al escuchar el monto, pero se mantuvo lo más calmado que pudo e intentó formular una respuesta.
—Suena… razonable. ¿El hombre no será también político o sí?
—No, no, no. Ya quisiera él llegar a serlo. Maldito bastardo.
—Perfecto. Entonces su reloj se detiene mañana ¿cierto?
—Sí. Él y su familia estarán cenando en uno de sus restaurantes mañana a las nueve de la noche. Puedo organizar que ése día tome una bebida diurética. El espacio del baño de ése restaurante es conveniente para el asesinato y las ventanas del mismo son lo suficientemente amplias para huir. —El gordo sacó un fajo de billetes y se lo extendió—. ¿Tenemos un trato?
Bruno estuvo a punto de tomar el fajo de billetes sin chistar, pero en el último momento dudo. Todo parecía tan sencillo que algo no le cuadraba.
—Tómalo. Si lo matas, mañana mismo dejo el dinero en cualquier lugar de la ciudad que me digas. —Bruno tomó los billetes, necesitaba comer en los próximos días.
—¿Y qué pasaría si no acepto el trato? —dijo Bruno, haciendo alusión a que ya tenía su fajo de billetes en la mano y podría continuar con su vida sin hacer caso de la propuesta de trabajo.
—Con todo respeto, Bruno. Tomando en cuenta la cantidad de matones en este bar… Serías un imbécil.
—De acuerdo. Tenemos un trato. —Ambos alzaron sus brazos casi sincronizados. Una señorita de escote abierto y shorts de mezclilla se acercó a ellos.
—¿En qué les puedo ayudar señores?
—Hola linda, quiero pagar mi whiskey. Y por favor anótanos en la lista de tratos de Mike —respondió Bruno. La señorita recibió el dinero, asintió con la cabeza e inmediatamente se fue a la barra.
—Espero tu llamada mañana a las cinco de la tarde —dijo el gordo, levantándose de su silla para salir del bar como un fantasma.
Bruno soltó un suspiro y dejó caer los hombros. Ése tal Wallace resultaría ser más que un trofeo de repisa. Miró el puñado de billetes que había conseguido hacía unos momentos y recordó cómo manejaba el dinero antes de huir de ciudad F. Anillos codificados, microchips subcutáneos… todo era más sencillo. Tal vez después de ese trabajo podría abrir nuevamente una cuenta bancaria. Tal vez.
Ya cansado, se levanta de su silla y se dirige a la salida. Y al pasar frente a la barra, Mike, el bartender, hizo un círculo con su mano y lo colocó en su frente, “el saludo de Tres Ojos”, como símbolo de buena suerte para Bruno.
Caminó un par de minutos para tomar un taxi a la Avenida Crook. Nada como un cambio de aires. Edificios altos rozando las nubes con un estilo art déco que dejaría al antiguo Empire State en segundo plano. Parejas vestidas de gala saliendo de sus automóviles Packard Speedster y Ford De Luxe. Era impresionante que habiendo tantos avances tecnológicos, la industria automotriz estuviera en su pleno auge con los modelos clásicos.
Quería aprovechar su dinero recién conseguido en un buen corte de carne y sólo podía pensar en “The Porterhouse”, el lugar más lujoso donde había tenido el placer de comer. El restaurante donde había pedido matrimonio a Stella.
Después de agasajarse, pedir doble ración y de ignorar un par de comentarios despectivos de los comensales, pagó con buena propina y se fue en taxi a su departamento.
La mañana siguiente, despertó sudando. Sabía que tenía que matar a Wallace. Pero no quería tener nada qué ver con ningún personaje famoso. Sabía que el tipo no solamente era el dueño de un restaurante y no era una corazonada, en el sobre venía toda la bendita vida de aquél hombre. El tipo tenía relación con cualquier cantidad de figuras importantes, gobierno, policía, actores y deportistas.
Tenía miedo. Por primera vez en mucho tiempo, temía perder lo único que tenía, libertad. Si es que realmente era libre. Bruno una vez escuchó la historia de un griego que vivió casi toda su vida en prisión y terminó aceptando que la libertad nunca dependió de nadie, más que de él mismo. ¿Pero qué haces cuando eres prisionero de tu propia mente?
Entró en un macabro debate interno que sólo pudo silenciar con una ducha. El agua ayudaba a purgar esos asfixiantes pensamientos que brotaban de su cabeza y ya estaban comenzando a escurrirse en su piel como si de un ácido se tratara.
Podía enfrentarse a su propia muerte, pero ésta decisión lo sobrepasaba. ¿Por qué? No lo sabía. ¿Miedo a matar? No. Él mismo había sido causa de mucha muerte. No estaba orgulloso, pero cada vez que tomaba su arma podía desencadenar un infierno. Pensó en todas las veces que había presionado el gatillo. Recordaba perfectamente cada una de ellas. La primera vez fue por culpa de un matón de la mafia, ese tal Cannes. Le pusieron la pistola en la cabeza para que matara a un joven drogadicto que no quiso pagar su dosis. Bruno tuvo la oportunidad de luchar, pero en ese momento sintió miedo. Fue la primera vez que tuvo una pistola en sus manos. Las venas le palpitaron tan fuerte, que sin darse cuenta, le deshizo la cara a aquél chico de un balazo. Firmando con sangre un contrato de aullidos en la noche. Después de eso, huyó de la ciudad con su esposa.
Sentía como si alguien lo observara. Salió de su departamento con un cigarrillo en la boca. Ya pasaba de medio día, el tiempo estaba en su contra. No era el hecho de perder la vida. Tampoco era el hecho de matar o no matar. Eso lo sabía. Su mente ya arrastraba cadenas pesadas por ello, no tenía más que perder. O eso pensaba, mientras caminaba a paso lento en medio de la calle.
“Las cosas que me pasaron no fueron mi culpa, fue la maldita vida sin sentido.” Se dijo a sí mismo. Pasó al lado de una licorería y reconoció a William, el vagabundo de la esquina, quien estaba comprando un vino. Al parecer, con el dinero que había recaudado en unos días. “¿Las cosas nos pasan…? ¿De quién es la maldita culpa? ¿Quién es responsable?” Sintió que alguien le seguía. Por un momento creyó escuchar unos pasos atrás de él. Miró de reojo, pero no vio nada. Se quedó quieto por un instante tratando de acomodar sus ideas. Un auto que se acercaba lentamente tras él, lo esquivó por la izquierda. El conductor le gritó varias vulgaridades haciéndole señas con su mano.
Decidió subirse a la vereda y siguió caminando. Caminó alrededor de dos horas, ensimismado y absorto en una nube de tabaco. La vereda estaba completamente sola. De vez en cuando un perfume peculiar llegaba a su nariz y lo hacía reaccionar y mirar hacia atrás. En el bolsillo tenía la última pastilla de esa droga nueva que tantos problemas le había ocasionado. No quería pensar en el por qué la había llevado consigo. Titubeó en tomarla, tal vez podría ayudarle a decidir o por lo menos para escapar de sus pensamientos. Pero le vino a la mente una frase que le taladró la cabeza: “No seas cobarde”. Dejó la pastilla en su bolsillo y empezó a recordar a Stella por su cuenta. Recordó el momento en el que habían decidido tener hijos. Estaban jugando en la sala y ambos cayeron en un sofá, se miraron a los ojos y entre risas ambos acordaron en intentarlo. Días antes de que la mataran. El revivir ese momento lo hizo enfurecer. Con un movimiento brusco, tiró el cigarrillo al piso y su respiración se agitó. De pronto, otro pensamiento le vino a la mente “Acéptalo”.
Y éste último lo dejó pasmado. Porque ésta vez, escuchó la voz de Stella. Sintió que alguien le tocó el hombro derecho e inmediatamente sacó su revólver y le apuntó.
Era ella. Hermosa, diluida en el aire y sin un vestuario en particular, pero era ella.
—¿Por qué te asustas? Amor. Yo siempre he estado contigo.
—Stella…
— ¿No me habías escuchado antes? —Él negó con la cabeza, aún sin poder creer lo que estaba experimentando. —Acepta mi muerte, Bruno. Ya ha pasado mucho tiempo, no sirve de nada seguirlo lamentando así. Llórame, pero sonriendo.
—Amor… sin ti... No puedo sonreír.
—Debes perdonarte, amor. Mi muerte no es tu culpa. —Bruno cayó al piso de rodillas, dejando salir una lágrima.
—¿Qué sentido tiene vivir, si no es a tu lado?
—Amar la vida de la misma forma que me amaste a mí. Acepta la mortalidad en esta vida, sana, quiero que vivas plenamente. La libertad que buscas, no está en otro lado más que en tu propia luz.
—Pero Stella… Tengo todo este odio en mí… Quiero que las personas que te hicieron daño paguen por su delito. Te prometo que no descansaré hasta haberte vengado. —Stella lo miró con tristeza.
—Tu revólver ha opacado ése fulgor solar tuyo.
Un río de lágrimas brotó de los ojos de Bruno y arrepentido, bajó la cabeza. Cuando levantó la mirada, ya no estaba. La llamó, pero no hubo respuesta. Stella se había ido.
Se paró con las piernas temblorosas y alcanzó a ver un basurero enorme sobre lo que antes había sido una avenida principal. Caminó en esa dirección. Lo había decidido. Tomó su revólver del cañón con la determinación de lanzarlo al fondo de ése mar de chatarra. Agarró impulso y justo antes de hacerlo, se detuvo. En el otro lado reconoció a un hombre a la distancia. Usaba un sombrero negro y estaba tirando una bolsa en el caudal, una bolsa que parecía contener un cuerpo. Era Cannes, el mismo tipo que lo hizo disparar su primera bala… el mismo mafioso que mató a su esposa afuera de su casa. La ira se apoderó de él. Y apuntó.
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