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XII. Camino

Bruno se levantó con agitación y vio la hora. Casi medio día. No le quedaba mucho tiempo. Había dormido alrededor de cuatro horas, que aunque no bastaron para curar las lesiones, fueron suficientes para empujarse fuera de la cama.

 

Aún no había decidido si aceptar el trato. Pero sabía claramente que lo que había presenciado aquella madrugada no sería en vano. Se apresuró a tomar su sombrero, su arma y comió todo lo que había en el refrigerador. Tomó una especie de cantimplora, la llenó de agua y la colgó a su cinturón. Para después salir del departamento de su difunto amigo.

 

Tomó el monorriel en dirección a la última estación del norte. Después caminó un buen rato hasta la frontera. Poca gente frecuentaba esa zona. Sólo policías, personas de bajos recursos y uno que otro drogadicto. Señales de “No pasar” y “Cuidado” se veían por todas partes.

 

Un muro de piedra de veinte metros de altura se extendía por toda la frontera, delimitando la ciudad. Arriba del muro se situaba un complejo sistema de alarma por láser, el cuál no sólo servía como señal, sino que al tener una potencia sumamente alta, deshacía cualquier cosa que pasara por ahí. Por lo que era prácticamente imposible cruzar sin ser arrestado o morir rebanado.

 

Sin embargo, Bruno había logrado escapar antes. Por un largo y estrecho túnel de aproximadamente diez metros bajo tierra. Trabajó en ese túnel a escondidas por varios años, para escapar con su esposa. Y planeaba utilizarlo una vez más.

 

Dejó pasar a un par de policías, corrió hacia el muro y buscó su señal, hasta que la encontró. Había pintado sutilmente una de las piedras para indicar el lugar exacto de la escotilla en el suelo arenoso. Y así fue, a unos pasos del muro, bajo un montón de tierra, seguía la pequeña puerta, que se mezclaba perfectamente con el entorno por su acabado. La abrió y entró por ese pequeño espacio para rápidamente cerrar la escotilla. Avanzó con dificultad por el túnel. Le dio la impresión de que se había vuelto más angosto con el paso de los años. Nunca fue fanático de los espacios reducidos, le ocasionaba intensa ansiedad. Pasó arrastrándose con rodillas y codos, temiendo que se derrumbara en cualquier momento. Pero logró salir del otro lado. Miró hacia arriba inmediatamente para asegurarse de que no hubiera cámaras, pero la única que había sólo apuntaba hacia adentro.

Y entonces recordó todo lo que decían los políticos de no cruzar los muros, ya que la radiación podría afectar a la gente de múltiples maneras, quemándoles la piel, consumiendo su cerebro y su cuerpo, dejándola como zombies, caminando sin sentido. Muriendo a los pocos días. Según los científicos la radiación era densa, por lo que no podía avanzar en grandes alturas, por ello el muro era así de alto.

Sin embargo, él nunca tuvo ningún problema y llegó a pensar que probablemente todo era una mentira. Que tal vez esos políticos ocultaban algo serio. Pero aunque vivió un buen tiempo en el desierto, nunca lo cruzó. No quería arriesgar a su esposa. Además, las tormentas de arena no eran cualquier cosa.

 

Caminó por largo tiempo sin parar. De vez en cuando sacaba una brújula para mantener el rumbo. La ciudad se volvía cada vez más pequeña hasta que se perdió a sus espaldas. Conforme avanzaba, el reflejo del sol se volvía más desgarrador y el calor se volvía la ley. No había signos de vida en ningún lugar, ni siquiera cactáceas. Sólo piso seco y agrietado.

Miró a su alrededor y el camino se empezó a ser familiar, ya había pasado por ahí. “Esa roca la conozco”, pensaba. Su antigua casa no estaría lejos. No obstante, no quería entrar, ni siquiera acercarse. Sentía cierta aversión. Seguramente la vería a ella. A su cadáver. Y no podría soportarlo. Aunque la idea de que aún estuviera ahí, tirada en el suelo, sucia y desgastada por los años, lo comenzó a perturbar. Tal vez era momento. Debía darle un entierro digno. No podía dejarla allí.

Se acercó con cautela y remembranza. Y vio su casa a la distancia. Atravesó lo que antes había sido un enorme jardín y llegó hasta un cuerpo. Había sido arrastrado por el viento y enterrado parcialmente por la arena. Se agachó y con cuidado levantó el poco cabello cano que le quedaba. Y vio con profundo dolor el rostro verdoso y carcomido de lo que alguna vez había sido su esposa. Se llevó la palma de la mano hacia la boca tratando de contenerse. La cara le comenzó a temblar y los ojos se le llenaron de lágrimas. Era demasiado. Cayó sentado. Y con la cabeza entre las rodillas, la lloró.

 

Se levantó, cruzó el incinerado huerto y entró a lo que antes había sido su hogar. Buscó entre los restos y encontró una pala. Al poco tiempo salió y enterró a su difunta esposa en donde antes ella amaba cosechar sus jitomates. Y dijo en voz baja: “Descansa en paz, mi amor”.

 

Y retomó el viaje.

 

Caminó por varias horas. Empezaba a sentir algo en su corazón; la nostalgia se transformaba en algo más. Una intensa emoción por lo que iba a suceder. Hacía tiempo que no se sentía de esa manera; con una chispa de esperanza, inspiración. Y pensó que tal vez encontraría la felicidad al final del camino.

 

Pero entonces vio algo a lo lejos. Una enorme nube que casi había conseguido olvidar. Una tormenta de arena se acercaba. Aún podía regresar. Abrió la cantimplora y observó preocupado que casi estaba vacía. Levantó la vista a aquella nube, que se acercaba a toda prisa con aura amenazante. Dio un fuerte suspiro y cerró los ojos por un momento. Algo le decía que debía avanzar, así que se quitó el sombrero, se envolvió la cabeza, cuello, brazos y manos con vendas, y se propuso a seguir caminando para atravesar la tormenta como fuere.

 

El viento lo alcanzó y lo rodeó por completo, haciendo un ruido ensordecedor. Se aferró a continuar caminando. A pesar de que vestía varias prendas, su piel ardía de manera descomunal y sus ojos se llenaban de tierra, sin poder ver nada. Golpe tras golpe, se resistía a caer, sabía que si se dejaba arrastrar, seguramente perdería el camino. A momentos, lo empezaba a levantar del piso y a llevar consigo. Se tornaba más y más fuerte, como un tornado. Se echó al suelo y enterró sus piernas y codos a la arena, tapándose la cara, completamente dispuesto a mantenerse fijo y resistir. Hasta que finalmente, la tormenta cesó.

 

Cuando se dio cuenta, miró al cielo y rió. Quitándose las vendas de la cara, rió a carcajadas. Por primera vez en muchos años, estaba agradecido.

 

Siguió y siguió por un largo rato. Hasta que perdió la noción del tiempo. Su celular dejó de funcionar en la zona y la brújula cambiaba el norte a cada momento. Como si la tecnología no tuviera un efecto en ese lugar. Trató de tomar como referencia al sol, pero la tormenta había durado tanto que ya no estaba seguro de nada. El agua en la cantimplora se había terminado. La sed lo estaba ahogando y el calor era tan excesivo que ya no tenía nada que sudar. Su mente empezaba a desacelerarse y sentía que deambulaba.

 

Sabía que no le quedaba mucho tiempo.  Sabía que ya no podía volver.

 

En ese momento, vio tres sombras aladas en el suelo. Eran buitres bañándose en el sol y dando vueltas sobre él. Animales rapaces que nunca había visto en su vida. Sólo los reconoció por cuentos y libros antiguos. Emitían un sonido perturbador. Le pareció que se burlaban de él. Como si estuvieran esperando a que cayera muerto para darse un festín con su carne.

 

“¡Lárguense!”, gritó con la poca energía que le quedaba. “¡Fuera de aquí. No dejaré de caminar, ni aunque el sol me derrita la piel. Antes de que ustedes coman de mí, yo me los comeré a ustedes!” Las aves vacilaron, pero después de un tiempo, desistieron y se alejaron.

 

Y entonces, a lo lejos, vio como si el horizonte tuviera un final. Como si estuviera dividido por una delgada línea. Desesperado, corrió con todas sus fuerzas, anhelando por fin una respuesta, una solución absoluta que lo salvara. Pero cuando llegó no vio nada. Sólo un inmenso y definitivo abismo. Se acercó con mucho cuidado y advirtió como el camino se convertía en un extenso risco que caía y se perdía en una tajante oscuridad que se deslizaba y reemplazaba al horizonte enlazándose de manera inexplicable con el cielo.

 

No podía creer lo que miraba. No sabía qué pensar. Sintió miedo y dudó.

 

Recordó detenidamente en las palabras de su amigo. “Será el camino más difícil e importante que tomarás. Y sólo basta un paso para llegar”.

 

Y luego pensó: “Es el fin del camino, hasta aquí llega. A menos de que… no sea así. Sólo basta un paso… pero un paso significa la muerte. En todos los sentidos es el fin del camino. Supongo que a eso ese refería. Pero no quiero morir. No ahora que he llegado tan lejos. Tal vez estoy equivocado, no debo hacer una estupidez. No habría vuelta atrás. No quiero morir sin haber sido verdaderamente feliz”. Y recordó cuando vivó con su esposa. A pesar de que había conseguido escapar de la ciudad y alejarse de todo, nunca se consideró completamente feliz. Continuamente tenía pesadillas de los asesinatos y trabajos que hizo para Bonasera. Constantemente sentía que la mafia o la policía lo iban a encontrar y lo harían pagar.

 

Miró atrás hacia el desierto y luego volteó al abismo. Sólo sabía que no quería cometer una estupidez. Ya no podía fallar. Ya no más. Y emprendió el viaje de regreso. Furioso consigo mismo y al mismo tiempo abatido, pensó que todo había sido una pérdida de tiempo. El cansancio y el mareo lo sometían poco a poco. Vio la posición del sol y supo que pronto iba a atardecer. Debían ser al menos las seis de la tarde. Pensó que como su celular no estaba funcionando, no podría llamar al detective. Mucho menos llegar a la ciudad antes de medianoche. Creyó que tal vez era lo mejor. Ya que de cualquier manera no tendría oportunidad de sobrevivir, ni con la mafia, ni contra ella.

 

“Tal vez mi destino siempre fue estar en el borde de la muerte. Vivir en el miedo eterno”, pensó. Y comenzó a preguntarse cuál sería su verdadero propósito. Por qué su camino había sido pérdida tras pérdida. Dolor tras dolor. Que si acaso su vida no podía ser vivida de otra manera. Si no había otra opción. Y entonces recordó y tuvo que admitir que no todo había sido sufrimiento.

 

Recordó a su amigo Ezra, cuando se emborrachó con él la primera vez en un bar y le contó de su difunta esposa. Él había sido el único que había escuchado la historia. Ambos lloraron como hermanos. Nunca podía olvidar el desahogo y alivio que sintió aquella vez.

 

Recordó cuando llegó a la ciudad después de fallecer Stella. No se dejó caer. Consiguió varios trabajos antes de regresar a matar. Fue mesero, cocinero, obrero y guardaespaldas. Se mantuvo con vida y alejado de la mafia por un buen tiempo. A pesar de que sabía que lo estaban buscando. Cada vez que la vida lo tiraba, él sabía levantarse. Se sabía capaz de lograr grandes cosas. De reinventarse. Pensar en ello le daba esperanza.

 

Recordó la vez que Bonasera lo nombró su mano derecha, convirtiéndose en la persona que más confiaba. Su mejor vendedor de droga. Conoció a gente famosa. Llegó a tener muchísimo dinero, comprar un auto, una casa en la zona rica de la ciudad. Le dio una buena vida a su esposa y supo mantener sus manos relativamente limpias... Hasta que Cannes se metió de más y lo obligó a matar a un hombre que no quería pagar. Desde ahí todo se fue en picada. A Bonasera le encantó tanto la idea que la declaró como norma: Debía matar a todo aquel que no pagara a tiempo. Y bala tras bala, hundido en el miedo, se fue convirtiendo en asesino. Y cuando se dio cuenta ya era muy tarde. Sus manos estaban completamente bañadas en sangre. Y fue cuando huyó. Huyó con el dinero y la chica. Y entendió que lo que más le importaba era vivir tranquilamente con su esposa. No el dinero y los lujos. Aprendió una importante lección: el verdadero valor de las cosas.

 

 

Y recordó a Stella. Cuando tuvieron su primera cita en la feria. Él la sorprendió con su habilidad en el tiro al blanco, ganando un feo oso de peluche para ella. Instante en el que se dieron su primer beso. Un beso que duraría toda la eternidad en su corazón. Sabía que su amor por ella los conectaba más allá de lo físico. De alguna manera, siempre lo acompañaba. Y en ese momento sintió una suave caricia en su rostro.

 

Se detuvo por completo y se quedó parado en medio del desierto. Y el tiempo se ralentizó. Escuchó el viento soplar hacia él. Notó que pronto iba a anochecer, el sol se estaba poniendo, pintando todo de rojo. Dejó caer una lágrima al suelo y se dio la vuelta para regresar al abismo. Y vio algo que nunca imaginó ver.

 

La silueta de un espectro gigante apareció a unos cuantos metros frente a él. Poco a poco, los ojos del forastero distinguieron la figura de un enorme lobo, mucho más alto que él. Su pelo era de un gris oscuro como el grafito con tonalidades negras y sombrías. Sus ojos reflejaban el rojo almagre del sol y emanaban una profunda ira. Sus enormes colmillos parecían dagas y la saliva le escurría de la boca como si tuviera mucha hambre.

 

Ambos se observaron detenidamente. El lobo comenzó a gruñir de menos a más. Un ruido grave y monstruoso que paralizó al forastero. Quien sintió un terror que nunca había sentido. Parecía que en cualquier momento atacaría.  

 

El lobo comenzó a acercarse. Bruno sabía que debía reaccionar o terminaría muerto. Respiración agitada. Usó toda la fuerza de voluntad que le quedaba para salir de aquél shock y arrastrar lentamente un pie hacia atrás. Y recordó lo que le dijo su amigo: Que no empuñara el arma.  Con movimiento fantasmal, el lobo dio un par de vueltas alrededor de él, mirándolo fijamente, evaluándolo. Se acercaba y gruñía cada vez más.

 

El forastero sabía que debía hacer algo. Exprimió toda su valentía para acercar disimuladamente la mano al cinturón, donde traía el arma. Pero en un movimiento en falso, el monstruo rugió fuertemente, sobresaltando a Bruno. Éste tomó un profundo respiro tratando de no mostrar miedo y volvió a intentarlo con más delicadeza y sigilo. Estaba muy asustado, no debía cometer ningún error. Podía escuchar su propio palpitar y sentir la sangre fría recorrer todo su cuerpo. Pero de un momento a otro, el lobo se echó a correr hacia él a toda velocidad. Bruno, que ya estaba por tomar la pistola, tomó su decisión: Alzó las manos en señal de rendición.

Y justo cuando la criatura se lanzó a su cabeza, Bruno cerró los ojos, esperando algo más que una gran mordida. Y sintió algo muy diferente. Cuando abrió los ojos, vio a una persona que lo estaba abrazando con fuerza. Y aunque estaba sumamente perplejo, la abrazó con la misma intensidad. Era como si hubiera estado caminando con una montaña sobre su espalda por largo tiempo y de pronto la hubiera dejado caer. No pudo evitar sentir una inmensurable paz. Derramando las últimas lágrimas que le quedaban. Después de un rato, se soltaron y separaron. Y asombrado, se vio a sí mismo. No hicieron falta palabras. El otro Bruno le sonrió y él hizo lo mismo. Y entre risas, el otro Bruno se disolvió en el aire, dejando ver el abismo a sólo unos pasos.

 

El forastero, aunque sabía que no tenía sentido que el abismo estuviera ahí, se acercó y vio la infinita caída.

Sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo. Parecía el fin del mundo. El cielo se combinaba con el oscuro abismo de una manera extraordinaria. Sólo un negro profundo que lo devoraba todo.

 

Y recordó lo que le dijo Ezra: “Sólo basta un paso”. Debía dejarse caer. Tarde o temprano, de un modo u otro, el camino lo llevaría justo ahí, a ese momento. Una decisión. Debía creer. Tener fe. Certeza. Al final, todos mueren, eso es seguro, pero él iba a elegir como vivir. Dejaría de culpar a la vida, dejaría de culpar a los demás, de culparse así mismo. Tomaría responsabilidad de su decisión. Sería libre al fin. No solo daría un paso, daría un salto de fe.

Tomó una bocanada de aire. Miró la oscuridad frente a frente. Y se dejó caer.

No veía absolutamente nada. Pero sentía como caía a gran velocidad. No sentía miedo, no sentía angustia. Al contrario, se sentía lleno de vida, dichoso y pleno. Si ése iba a ser su final, lo iba a disfrutar hasta la última gota. Un sentimiento de gozo lo colmó mientras el viento lo acariciaba. Y cuando menos se dio cuenta, se encontraba volando a través de las nubes. El cielo era de un azul perfecto. Ya no estaba seguro si estaba cayendo o estaba elevándose, pero era una hermosa sensación. De pronto dejó de sentir su cuerpo. Dejó de percibir con sus cinco sentidos. Hasta que todo se convirtió en completa oscuridad. Nada. Sólo era nada.

 

Y luego, pudo ver algo. Atisbos de algo. Unas manos. Una computadora portátil sobre las piernas de una persona. Todo era borroso. Sus dedos parecían teclear sobre la computadora mientras la persona escuchaba música blues. Pudo notar que la persona estaba sentada sobre un sofá gris en una sala amplia. El aroma de una taza de café a su lado derecho le llenaba de placer. Escribía en un simple programa de texto, lo que parecía ser una novela. Y entonces, notó algo que le llamó su atención. Su nombre en aquél texto.

 

Y luego todo volvió a ser oscuridad.

 

Abrió los ojos con dificultad. Estaba mareado y confundido. Aún no asimilaba lo que acababa de presenciar. Tenía un fuerte dolor de cabeza. Había despertado acostado en la cama de su departamento. Se giró a la ventana y vio el cielo. Aún estaba atardeciendo. Vio la hora y eran cinco para las siete. Se percató que en el buró estaba su cinturón con su S&W en funda. Se sentó sobre la cama y masajeó sus ojos con los dedos. Aunque parecía que aquello había sido sólo un sueño, ciertamente había sido muy real para él.

 

Salió a la sala y tomó la pequeña nota sobre la mesa, vio el número escrito y lo digitó en su celular.

 

—¿Quién habla?

 

—Hola, detective. Estoy dentro.

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