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X. La Boca del Lobo

Cinco de la mañana. Me encontraba dentro del auto en la esquina de la calle Noir y avenida Coltrane, el saldo de mi cuenta bancaria no me daba ni para pagar una noche en un motel. Estaba agotado, aburrido y sin poder dormir. Escuchaba atentamente la radio policial con la esperanza de hallar algo útil.


La noche anterior me había rebasado. Aún trataba de asimilar todos los eventos, pero todo comenzaba a cobrar sentido… Garrido era pieza inherente de la mafia y entre sus crímenes estaba la trata de personas, especialmente de niñas. Organizaba subastas con gente poderosa, entre ellas, la señora Mung. Quien no tenía interés alguno en ejercer en la política, sólo buscaba satisfacer sus crueles deseos. Karina supo que algo andaba mal con Mung y su esposo, intuición femenina supongo. Sin embargo, Garrido debió haber pensado que su esposa había descubierto lo que estaba haciendo y por temor a ser exhibido, ordenó matar a su esposa en un acto de desesperación.


Tenía la certeza de que el comisario Wells estaba con ellos, por lo que podía asumir que todo aquello era un asunto de La Gran Familia. Por eso no podía confiar en la policía. Aunque hubiera elementos con integridad, estarían a merced de Wells.


En ese momento podría haber ido con un juez y expuesto el caso. Sin embargo, la probabilidad de que estuviera en la bolsa de Garrido era muy alta. Y suponiendo que pudiera encontrar a un juez, con el único testimonio de Epifanía era probable que no fuera suficiente. Ése hombre era demasiado influyente. A lo mucho conseguiría de cinco a siete años de cárcel para el ex gobernador, lo que sería más riesgo para mí. Nunca dormiría tranquilo sabiendo que la mafia me estaría buscando. Necesitaba al menos a uno o dos testigos más para que todos estos tipos se pudrieran en prisión. No podía hacerlo solo. Además, sabía que exponer a la mafia sólo desataría el caos. Tenía que arrancar el veneno de raíz.


Mientras ahondaba en mis pensamientos, logré escuchar un aviso policial en la radio.


—Alerta de incendio en el edificio cuatro de Laboratorios Jericó, solicito refuerzos para protección de civiles. Bomberos y paramédicos ya están en el lugar—dijo la voz en la frecuencia.


Esos edificios eran los más sofisticados en la ciudad, tenían un sistema de seguridad y protección contra emergencias inigualable. Se me hizo muy extraño que hubiera un incendio. “Demasiada coincidencia”, pensé, a la vez que observaba la quemadura de mi brazo. Y entonces tuve una corazonada. Estaba cerca de allí, así que si me apresuraba, podría llegar antes que la policía.


El humo podía verse desde lejos. Me estacioné a unas calles y corrí al edificio. Todavía había algunas zonas en llamas. Me las ingenié para pasar entre los bomberos sin ser visto y entré al lobby. A lo largo del lugar se extendían decenas de cadáveres. Un equipo de bomberos se acercaba tras de mí y me escondí tras un pedazo del techo que se había desprendido. Supe que sería imposible realizar una investigación exhaustiva con los bomberos ahí y con la policía en camino. Pero algo debía hacer.


Cuando los bomberos se alejaron hacia las escaleras, me levanté y continué mi observación. Caminé cerca de un mostrador, de lo que parecía ser la recepción del edificio. Tras el mostrador, se encontraban dos mujeres muertas con una bala a la mitad de la frente, tiros perfectos. Y al menos cinco guardias de seguridad alrededor, todos con heridas de bala. “Esto no fue un accidente”, me dije. Recorrí todo el lobby tratando de reconstruir la historia de aquel momento en que todo pasó. Había gente con solo una parte de la cabeza y contusiones severas en las extremidades, como si hubieran caído desde los pisos más altos. Me coloqué los guantes y comencé a recolectar evidencia de los cadáveres, especialmente municiones. Y entonces, reconocí a alguien entre los cuerpos. Era Ezra. El pobre chico había sufrido una hemorragia cerebral por un disparo justo a la mitad de la frente. Usaba el uniforme del personal de aseo. “Parece que trabajabas aquí. Siempre te metiste en el lugar equivocado”, pensé. Entonces observé la posición en la que estaba su cuerpo, parecía que lo habían movido. Observé unas cuantas pisadas de bota a los lados, eran de una persona alta y fornida. “¿Pero quién en su sano juicio se pondría a mover cuerpos en una matanza como esta?” pensé. Entendí que solamente alguien que lo conociera, o mejor dicho, que lo amara.


Con sumo cuidado saqué el proyectil. No era común, se asemejaba más una pequeña flecha. Tracé en mi mente las posibles trayectorias de la bala. Caminé por algunos minutos intentando descifrarla. Hasta que di con un cuerpo que se me hacía muy familiar. Era Dante, uno de los socios de Garrido. El tipo vestía muy similar a aquella vez en el Diletto. Tenía el arma a sólo unos centímetros de su mano derecha, intuí que había muerto al poco tiempo de haber disparado. Revisé su pistola y era muy diferente a las que conocía. Y conocía centenares. Era como si estuviera hecha especialmente para él. Jalé el cargador y corroboré que las balas coincidían. Dante, que tenía el cuidadoso modus operandi de inyectar proyectiles directamente en el sexto chakra, había asesinado a Ezra.


Un tipo con esa habilidad de matar no caería ante cualquiera. Me enfoqué en extraer la bala del cuerpo de Dante, comprendí que eso me diría más que mil palabras. Y en efecto, lo hizo. Calibre quinientos magnum de un revólver Smith & Wesson. No podía olvidar esa arma. “Forastero” dije en voz baja.


Oí unas sirenas afuera, la policía había llegado. Regresé con el cadáver de Ezra y rápidamente tomé su billetera. Saqué su identificación para después volver a meter la billetera en donde estaba. Me escabullí entre los restos y salí del edificio cuanto antes.


Revisé la dirección de Ezra en su credencial y me dirigí en el auto hacia allá. Algo me decía que ahí se escondía la siguiente migaja de pan hacia al forastero.  


Casi las siete de la mañana. El sol apenas empezaba a iluminar el cielo. Caminaba por las calles de un barrio pobre de la ciudad. El aire estaba frío y vapor salía de las coladeras. Paré en unos departamentos que denotaban más de cincuenta años de antigüedad. Las paredes estaban carcomidas y totalmente despintadas. “Es aquí” me dije. Y aprovechando que la puerta se encontraba dañada, entré.


Mientras subí las escaleras, me di cuenta que en un par de escalones había gotas de sangre. Me agaché un poco y deslicé mi dedo índice sobre una de ellas. Unté y sentí la sangre entre los dedos. Supe que era reciente, de pocas horas. Y entonces lo supe. Saqué mi pistola y la cargué.


Cuando llegué al piso indicado, caminé con sigilo hacia el departamento número diez. Me recargué en la pared contigua y toqué la puerta.


Nadie contestó.


—Ezra, amigo, sé que estás ahí. Por favor abre —dije. Intentando conseguir una respuesta.


Nada. Esperé unos segundos y volví a tocar la puerta.


—Ezra no está, vuelva otro día —respondió una voz grave y ronca.


—Pero me dijo que lo viera a esta hora, porque ya habría llegado del trabajo. Además, quedé en entregarle algo personalmente.


—Déjalo al pie de la puerta.


—No podría. Es algo de mucho valor para Ezra. Debo entregárselo yo mismo.


Hubo silencio por un momento.


—De acuerdo, pasa. Pero solo un minuto. Más te vale que no intentes nada raro.



Escuché  que caminó hacia la puerta y quitaba los seguros. Cuando giró la manija y pude ver la franja de luz que venía del interior, pateé la puerta con todas mis fuerzas para entrar súbitamente a la habitación. El golpe lanzó al hombre varios pies atrás y casi lo tira al suelo.

El tipo medía al menos un metro ochenta y siete, cuerpo robusto y atlético, barba de tres días, cabello castaño corto, sus ojeras delataban que tampoco había conciliado el sueño, vestía de negro y efectivamente usaba botas vaqueras. Era él.


Noté que tenía una pistola en la mano, como si hubiera estado esperando a alguien, así que antes de que lograra incorporarse, le disparé al cañón de su arma, lo que la alejó a unos cuantos metros.


—Miserable. Ya sé quién eres… estabas aquella vez en el bar de la zona rica. Maldito policía —dijo él. Estaba furioso.


Y entonces sacó un cuchillo de caza y sin tiempo para más, se abalanzó contra mí.  Yo, sin intención de matarlo aún, detuve sus brazos. Sin embargo, aquello me costó. Aunque él parecía estar agotado,  su fuerza claramente superaba la mía, sabía que tenía que actuar rápido.


—Ya no trabajo para la policía. Sólo quiero hablar contigo —dije, con dificultad.


—Lo dice quien tiene el arma.


Acto seguido,  me soltó un rodillazo en el estómago que me sacó el aire y me paralizó por un instante. Segundo que supo aprovechar, dándome dos fuertes golpes cruzados que casi me rompen la cabeza, para después patear mi mano, haciéndome soltar el arma.


—Eres igual a esos malditos cerdos. Simples peones de la soberbia.


Mientras me sobreponía, noté en su atuendo una ligera mancha oscura, era sangre. Tenía una herida profunda en el lateral derecho de su abdomen. Y me decidí a terminar con ello.


—¿Qué se supone que estás haciendo? —preguntó el forastero en tono de burla.


—San Qi Shi, posición fundamental del kung fu. —Me había colocado en guardia, listo para pelear. El setenta por ciento de mi peso estaba atrás en mi pie derecho, que estaba ligeramente inclinado, mientras que el treinta por ciento estaba en mi pie izquierdo delantero, que apuntaba hacia él. El brazo izquierdo casi completamente extendido con la mano abierta y el brazo derecho ligeramente arqueado también con la mano abierta.


El forastero se lanzó sobre mí para destrozarme la cara con su puño derecho y en ese preciso momento, me agaché ligeramente y atajé el golpe con mi brazo izquierdo, deslizándome por el espacio que se había creado e impactando con el codo el lado derecho de su abdomen. El daño lo desequilibró y en un movimiento ágil y rotando sobre mi propio eje, giré bruscamente la pierna para patear su mandíbula. Su cerebro azotó contra las paredes de su cráneo, generando una intensa descarga nerviosa que culminó en un knockout.


Unos cuantos segundos después, abrió los ojos. Se encontraba tendido en el suelo y yo estaba apuntándole con ambas pistolas.


—¿Por qué no me matas? ¿Qué es lo que quieres? —preguntó.


Le sonreí. Guardé las armas. Lo arrastré de su abrigo y lo senté en una de las sillas del comedor.


—Sé que trabajas para La Gran Familia. Dime todo lo que sabes.


—Tú no me conoces, no sabes lo que hice. Ni qué haré ésta noche… No hay quién los desafíe.


Tomé una de las sillas y me senté frente a él.


—Escucha, forastero. No eres el único que ha perdido algo importante a causa de la mafia. Yo también perdí a un amigo. De hecho, a mi mejor amigo en esta inmensa ciudad. Lo hallé degollado en la sala de mi departamento. Aún no consigo asimilarlo. Y así como él se fue, he perdido a muchos otros. Y de alguna manera, la mafia siempre está involucrada, en menor o mayor medida. Tú y yo sabemos que el crimen aquí está jerarquizado, sistematizado. Nada ocurre sin su autorización. A ese nivel hemos llegado. Y lo veía como una causa perdida, pensé que jamás iba a cambiar la naturaleza de este lugar. Pero hace unos días algo sucedió. Caí en una telaraña de acertijos y muerte, en la que finalmente pude verlo todo como era. Admito que me aterroricé, pero después tuve una revelación. Una… Epifanía. De que es posible cambiarlo todo. Ayúdame a lograrlo —le dije.


—No puedo. Estoy completamente atado de manos. Aunque quisiera ayudarte en tu jueguito, no hay manera de llegar al jefe. Y sin él no podrás cambiar nada en esta ciudad. Él es el que mueve los hilos y es intocable —expresó el forastero, para luego extender su mano y tomar un cigarrillo de la cajetilla que estaba sobre la mesa.


—¿Garrido? Ese gordo tendrá su punto débil. —El forastero se quedó mirándome fijamente.


—Admito que me sorprende que sepas quién es. Pero dicen que mandó a matar a su propia esposa. Podría hacer lo mismo con sus hijos si tuviera que hacerlo. No tiene debilidad. El tipo es un sanguinario.


—Entonces hagamos que pague. 


—¿Por qué sigues asumiendo que dejaré de trabajar para él? ¿No lo entiendes, cierto? ¡Mi vida les pertenece! —exclamó—. Tuve que hacer cosas impensables, horrorosas. Cosas que no quise y que nunca imaginé, pero no sabía qué más hacer, no tenía opción. No puedes huir de ellos, siempre te encuentran. Ése maldito tiene acceso a todo, cámaras de vigilancia, celulares, correos, mensajes... Y no puedes oponerte, son demasiados, están en todas partes y son capaces de recrear tus peores pesadillas… Lo mejor es que me mates ahora. De otro modo, tendré que matarte yo.


—¡Imbécil! Por supuesto que no lo haré. ¿No lo ves? Tenemos una oportunidad frente a nosotros.


—Mi oportunidad pasó hace mucho tiempo. Ahora tanto la policía, como la mafia me están buscando. Seguramente estarán pensando que los traicioné. No tardarán en encontrarme y darme el golpe de gracia. De cualquier manera, nada importa. La guerra va a iniciar esta misma noche, no hay nada que podamos hacer.


—Déjate de estupideces. Yo no soy policía, ni abogado, ni juez, ni un santo. Yo no te voy a juzgar por lo que hiciste, ese no es mi trabajo. No voy a negarlo, sé que estás metido en la boca del lobo. Pero te ofrezco un trato: Dime todo lo que sepas de la familia, ayúdame a llegar a Garrido… y te prometo que los haré caer. Ezra no habrá muerto en vano.


—Mierda. Juro que quiero creerte… ¿Quién eres?


—Soy el detective Jack Adler. ¿Y tú?


—Bruno Clay.


—Entonces, Bruno. ¿Qué eliges? ¿Enfrentarlo o seguir huyendo? —Me miró fijamente, a la vez que su respiración se tornó agitada y su boca comenzó a resecarse. Su cuerpo no podía expresar ninguna respuesta.


Escribí mi número de celular privado en un pequeño papel y lo dejé en la mesa. Luego saqué su S&W de mi gabardina y la empujé hacia él.


—Espero tu respuesta para antes de las 7 PM. Confío en ti, vaquero.


Y salí del departamento.



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