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Ciudad Ficción

VI. Aristócrata Soltero

Me desperté de sobresalto, un fuerte estruendo vino de afuera a la mitad de la noche. Pareció un golpe de algo metálico. “Seguramente el vecino manejó borracho otra vez y no vio el poste de luz”, pensé.  Pero la perversa curiosidad me hizo levantarme de la cama y mirar por la ventana. Un carro había chocado contra mi Berlinetta. Me puse furioso, agarré mi gabardina y bajé las escaleras del edificio rápidamente, sin importarme el hecho de que no llevaba zapatos puestos.

Salí a la calle a zancadas y vi que el carro que me había chocado tenía todo el cofre destrozado y salía humo de él. La cajuela de mi auto estaba abollada. Me hirió el orgullo. Miré alrededor, me percaté de que la noche estaba muy oscura y desolada. Parecía que nadie había escuchado lo que acababa de suceder. Hacía tanto frío que el mínimo roce del viento cortaba la piel. “Va a ser una larga noche”, pensé.

Luego me di cuenta que aquél era un Porsche 356 A azul. Sabía que no existían muchos de esos en la ciudad y que su costo era muy elevado. Y aunque algo en ese auto se me hizo familiar, no pude comprender la particularidad de aquella pieza de colección llegando a mi puerta. No podía ver el interior, pero sabía que la persona que estaba dentro, era alguien de la alta sociedad.


Tomé un largo suspiro, tratando de disipar mi enojo. Me acerqué a la ventanilla del auto y le di un par de golpecitos con la parte posterior de mis dedos. Le pregunté si estaba bien, pero no hubo respuesta y la oscuridad no me permitía ver claramente en el interior.


De pronto, la puerta del conductor se abrió. Unos segundos después, salió una hermosa mujer, tenía un porte sensual y misterioso a la vez. Cabello rubio, corto y rizado. Ojos de un color claro indistinguible, escoltados de un maquillaje felino. Usaba zapatos de tacón alto y un largo vestido negro que apenas dejaba ver sus piernas, las cuales tambalearon antes de conseguir el equilibrio. Estaba débil. Tenía una pequeña herida en la cabeza de la cual empezaba a brotar sangre. Se sostenía del auto para no caer. Supuse que estaba lastimada de una pierna, así que le ofrecí mi ayuda, pero insistió en que ella podía sola.


Algo en ella me decía que ya la había visto antes. Pero no presté atención.


—¿Se encuentra bien, señorita? —Sabía que era una pregunta estúpida, pero debía acercarme a ella para averiguar lo que ocurría.


—¿Esta es la calle Cuarenta y Tres Sur? ­—preguntó, acercándose a la entrada del edificio.


—Sí, esta es.


—Entonces supongo que aquí debe ser —se dijo así misma, en voz baja y airosa—. ¿De casualidad sabe en qué departamento vive el señor Adler?


—Sí, soy yo.


Una sonrisa se dibujó en su rostro. Y con un movimiento gatuno, se levantó una parte del vestido; lo suficiente para sacar un pequeño sobre de una de sus medias. Y me lo entregó en las manos.


—Lo siento, detective. No puedo quedarme mucho tiempo. Ningún lugar es seguro para mí —dijo ella, mientras se daba la vuelta en dirección al auto.  ­


—Por favor, espere. Puedo darle protección —le dije. Ella se volteó y me sonrió de una manera que hacía tiempo yo no experimentaba.


—Eso espero. —me dijo, con voz suave y amable. Antes de caminar hacia su auto.


Un rugido de  motor vino de la esquina de la calle. Un mercedes negro que venía a toda velocidad se frenó frente a nosotros y una metralleta comenzó a disparar. Rápidamente me lancé al suelo en dirección a la mujer. Ella aún no llegaba a su Porsche, cuando decenas de balas llovieron sobre su cuerpo y cayó al piso. “¡Malditos!” grité. Me arrastré hasta lo que quedaba de su auto, que prácticamente estaba pulverizado por las balas. Me oculté tras él, saqué mi pistola y respondí al fuego. Sólo saqué centímetro y medio mi cabeza para ver a mi objetivo y una bala me zumbó en la oreja. Un frío intenso me recorrió toda la espina dorsal. Me escondí por un instante y tomé una bocanada de aire. Definitivamente no me permitiría morir ahí, aún no. Volví a disparar nuevamente. Y escuché un grito de dolor entre aquél cruce de proyectiles, el cuál cesó por un segundo. Segundo que me permitió ver que una de mis balas había herido al copiloto en su hombro derecho. Eran dos personas de aspecto corpulento con pasamontañas. Pude discernir que el Mercedes Benz en el que venían era un 280SE, tal vez del 68. Definitivamente estaba blindado, pero logré dejar marcas de bala en la parte superior izquierda de la puerta del copiloto. Entonces, el conductor extendió su brazo para iniciar el fuego de nuevo y rechinó las llantas al acelerar. Y antes de siquiera poder levantarme del suelo, el auto ya se estaba perdiendo entre las sombras.


“Eran profesionales. No querían que llegara a mí”, pensé.


Entonces, volví la mirada a la escena. Miré el auto de ella, vacilé por un momento, pero finalmente caí en cuenta. ¡Era el auto del ex gobernador! Recordé que lo había visto en una exposición de autos clásicos en el centro de convenciones hacía un par de años.


“No, no, no puede ser… significa que…”


Caminé hacia ella,  me agaché lentamente, dejando caer una rodilla sobre el piso. Con delicadeza, aparté el mechón de cabello que le cubría parte del rostro.

 

“¡Carajo, es Karina, la esposa de Garrido!”, me dije en voz alta.


Saqué mi teléfono celular; la mayoría de la gente ya no los usaba, gracias a la popular tecnología de microchips implantados en manos, sin embargo, hacía tiempo que yo me había extraído el mío, desde que supe que vigilaban todo lo que hacía. Prefería mi antigua carcaza, con la cuál tomé varias fotos de ella y del auto. Saqué un par de guantes de mi gabardina y me los puse, luego, saqué un pequeño tubo de recolección y tomé una muestra de sangre. Con cuidado, le extraje una de las balas de la espalda y la guardé en una bolsita de sellado. Hice lo mismo con un par de casquillos en el asfalto. Para después dejar el cadáver en la posición en la que estaba.


Me encendí un cigarrillo y miré hacia la nada. A pesar de la pobre iluminación del poste de luz, pude notar que el Porsche estaba recién pulido. “Supongo que incluso los ricos tienen problemas. El dinero no lo compra todo”, pensé. 

 

Llamé a Laura, era el único elemento policial en el que podía confiar en ese momento. Le conté un resumen de la situación, omitiendo un par de detalles, como la carta y el hecho de que ella me buscaba directamente. Claro, por el tono de su voz, supe que le pareció extraño que todo hubiera pasado frente a mi departamento, pero supongo que por honor a nuestra confianza, no hizo preguntas. Le dije que mi vecino Sam, se daría cuenta del asesinato y le llamaría a la estación de policía en una hora y media, ya que todos los días salía a caminar en la madrugada, por lo que podría tomarlo a él como denunciante. También le pedí que me ayudara a canalizar un equipo forense y de investigación. Y que descontara la bala y la sangre que le extraje de los archivos.


—Sí sabes que eso me podría meter en serios problemas, ¿cierto? —me dijo. Yo me quedé sin palabras y el silencio se volvió un poco incómodo—. Está bien. Haré lo que pueda, sólo dime algo. ¿Tú no estás implicado de ninguna forma en esto, cierto?


—Por supuesto que no —le contesté. Confiaba en ella, pero no era estúpido.


—De acuerdo. Más te vale no estar ahí cuando lleguemos.


—De todos modos no me gustaba tanto este departamento. El agua de la ducha siempre sale demasiado fría.

 

—Adiós, Jack —dijo ella, antes de colgarme.


Mi cigarro se había terminado. Me encendí otro y marqué otro número.


­—Hola amigo, lamento la hora. Necesito un favor urgente.


—Tranquilo, estaba despierto viendo mi anime favorito. ¿Qué estás buscando?


—Quiero encontrar un Mercedes Benz 280SE negro, del 68 o 67. Blindado, con algunas marcas de bala en la puerta del copiloto. Probablemente tenga las llantas algo gastadas.


—Dalo por hecho. Te enviaré el informe esta misma tarde.


—En serio te lo agradezco, David.


—No hay de qué. Es lo mínimo que puedo hacer después de que me ayudaste a meter a ése imbécil a la cárcel. Supongo que regresaste a las andadas.


—Algo así. Digamos que empezaré currículum en el sector privado.


—Suena divertido. Por cierto, antes de que se me olvide. ¿Recuerdas el caso del Gorgon House? aquél antro de música techno. Sé que probablemente ya no sirva de nada, pero mi algoritmo detectó un par de fotogramas de un hombre con sombrero, botas y bufanda morada cerca del restaurante donde asesinaron al juez Laurence hace unos días. No se percibe muy bien su rostro, pero coincide con el rango de estatura y complexión que especificaste.

 

—El forastero... envíame lo que puedas. Dudo que tenga algo que ver con esto, pero quiero tener todas las piezas sobre la mesa.


Después de terminar la llamada, tiré las cenizas del cigarrillo y vi cómo se terminaba de apagar en mis dedos.  El humo residual me dejó una fuerte sensación de amargura. Llevaba años intentando dejarlo y siempre acababa regresando. Estaba harto de mi falta de decisión. Miré el cadáver de Karina e inmediatamente sentí un extraño dolor en el estómago. La mayoría del tiempo la gente se la vive reaccionando, huyendo de su sufrimiento, disfrazándolo de placer y adicción. La mayoría no haría nada o se escondería. Pero esta mujer tomó la decisión de actuar y confiar en mí. No debía fallarle. No podía. En ése momento me prometí no volver a fumar jamás. Tomé la cajetilla completa y la tiré al basurero que estaba frente a la entrada del edificio.


Subí a mi departamento con desbordante lentitud, dejé mi gabardina sobre el sofá y entré a mi estudio. Un humilde cuarto en el que albergaba todos mis libros de criminología, filosofía, historia y demás. Me senté tras el escritorio y encendí la lámpara. Saqué el sobre en blanco que me dio Karina antes de morir y lo abrí. Era una carta escrita a mano con cierta agitación.


La carta decía:


“Estimado señor Adler,

Un amigo suyo me ha compartido su dirección, por lo que me atreví a escribirle esta carta y empujarla bajo su puerta. Por favor, disculpe la informalidad, pero mi situación es de carácter urgente. Necesito su ayuda para realizar una investigación completamente confidencial. Mi nombre es Karina Torres y como seguramente ya intuye, mi esposo es el señor Fernando Garrido, ex gobernador de la ciudad. Y como puede imaginar, cualquier asunto relacionado a la política, debe ser manejado con suma cautela. Por ello, no puedo externarle abiertamente mi petición por este medio.


Sin embargo, puedo decirle esto: La salud e integridad de mi familia peligra. Y tengo la sospecha de que tiene que ver con una mujer.


Señor Adler, le suplico que me ayude en este caso, le aseguro una buena cantidad de dinero, usted no se preocupe por eso.

Si acepta, lo veré mañana a las dos de la tarde, dentro de la tienda de ropa Iris, ubicada en Avenida Shakespeare número treinta y tres, en el centro de la ciudad. Llevaré un vestido verde oscuro. Le contaré todo. Tendremos únicamente veinte minutos para hablar, después de eso, mis escoltas podrían sospechar y entrar a la tienda. Y no quiero que mi esposo sepa de esto.


Algo más. Estos días he sentido que alguien está tras de mí. A pesar de que la mayor parte del tiempo estoy acompañada, no me siento segura. Como una pesadez que me vigila y me consume. Ojala sólo sean ideas mías. Detective, le pido que si algo llegara a pasarme, proteja a mi esposo y a mis dos niños. Ellos son mi vida.”


Lo volví a leer un par de veces más. Varias suposiciones vinieron a mi cabeza. Pero nada parecía encajar en ese momento. No tenía una pista palpable y concisa. Sólo microscópicos fragmentos de una verdad. Pero de algo estaba seguro, mi vecino iba a salir pronto a caminar y yo no debía estar ahí para ése entonces. Además, los matones no dejarían cabos sueltos, tarde o temprano iban a regresar. Ni ellos, ni la policía, debían encontrarme ahí. Mi departamento ya no era un lugar seguro para mí. Todo se estaba tornando en una tragicomedia sin sentido. Por fin tuve a mi primer cliente… y muere…

Pasé por el baño y me vi de reojo en el espejo, me acerqué y vi unas ojeras espantosas bajo mis párpados. Había sido una noche interesante. “Y yo que estaba de vacaciones”, me dije a mí mismo. Y me eché a reír.

Acto seguido, tomé la carta, mi gabardina, mi pistola, mis identificaciones, algunos documentos, una cerveza del refrigerador y salí al auto. No podía dejar nada que se conectara directamente conmigo. Antes de arrancar, contemplé la ventana de mi departamento y las cortinas amarillas, las cuales acababa de instalar el día anterior. Luego bajé la mirada hacia donde estaba el cadáver. “Voy a resolver esto, te lo prometo”.  

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