XI. Aquí Estoy
- Ciudad Ficción
- 7 mar
- 6 Min. de lectura
Bruno aún se encontraba sentado frente a la mesa del comedor. Completamente inmóvil. Se sentía mareado, aturdido. De vez en cuando, algunos de sus músculos se contraían involuntariamente, pero su atención estaba en un pequeño pedazo de papel que estaba sobre la mesa. Era mi número privado. Aún no lo tomaba, estaba indeciso. Su mente estaba perdida entre el miedo y la desesperación. Luego miró su arma delante de él. Y de pronto la idea de suicidio comenzaba a seducirlo. No era una idea nueva. Anteriormente, había tenido muchas oportunidades, innumerables noches en las que era arrastrado por la tentación. Podría terminar de golpe con su sufrir, con todos sus problemas. “De cualquier forma voy a terminar muerto, mejor que sea mi decisión y no la de alguien más”, pensó. Pero no tomó el arma. No quería hacerlo. Y no porque tuviera miedo de hacerlo, había presionado tantas veces ese gatillo que se había convertido en algo muy natural. Era otra cosa, aunque no estaba seguro de qué.
Finalmente, decidió levantarse e ir por un trago, pero un dolor intenso en la pierna que casi lo obliga a caer, le hizo recordar que estaba herido. El asalto a los laboratorios le había costado dos lesiones, una en su abdomen y otra en la pierna, las cuales debía atender inmediatamente, si no quería terminar inválido.
Se dirigió al baño y sacó un mini botiquín de primeros auxilios. Se quitó el abrigo y la camiseta y vio que tenía una herida profunda de bala que le había pintado de sangre todo el costado. Abrió la llave del agua y metió las manos. Luego tomó el alcohol del botiquín y se echó para terminar de desinfectarse. Entonces, tomó unas pinzas y tratando de no pensar en el ardor, extrajo la bala con sumo cuidado entre quejidos y exhalaciones. Colocó la bala dentro de un vaso que estaba sobre el lavamanos, tomó una tela y la bañó en agua para limpiar la herida. Después, cubrió la herida con una venda, ejerciendo presión para frenar la hemorragia.
Se sentó en la tapa del inodoro, se remangó el pantalón hasta la lesión y se percató de que la bala no se había introducido, sólo le pasó rozando. Tuvo suerte. Pero el roce le ocasionó algo de sangrado y gran inflamación, sentía su pierna como si estuviera hirviendo y sensible al tacto. Así que se limpió, suturó y vendó. Terminando con un largo suspiro, dejando caer la cabeza en la pared del baño.
“¿Dónde guardaba el alcohol?”, se preguntó. Sabía que Ezra no tenía mucho espacio en la sala, los únicos muebles que la bautizaban eran la mesa del comedor y sus sillas. Se paró de la taza con lentitud, apoyándose del lavamanos. Se dirigió a la cocina y abrió todos los armarios y cajones, hasta que encontró una botella de ron. Aunque siempre se había inclinado más por el whiskey, aquella marca de ron se volvió la favorita de ambos, especialmente en los juegos de póker. La agarró, se la llevó a la habitación y se sentó en la cama. Pensó en emborracharse, tomarse toda la botella hasta quedar dormido. Ya que estaba sumamente cansado y con sueño. Tal vez eso lo haría sentir mejor.
Así que abrió la botella, la miró por unos segundos y le dio un buen sorbo. Cuando el líquido recorrió su garganta, tuvo una sensación de repulsión. Y cuando llegó a su estómago, le atacó un impulso de vómito que logró retener. Notó que había un extraño dolor que parecía emanar del ron, incluso le supo mal. Algo que nunca le había ocurrido. Sin embargo, advirtió que no era un dolor físico, era psicológico. Como si no debiera tomarlo. Y dejó escapar una ligera risa que transmutó en una lágrima.
—Amigo mío, quisiera que estuvieras aquí —dijo Bruno, con un hilo de voz, mientras se dejaba caer en el piso y recargaba la espalda en la cama—. Espero que donde estés, también jueguen póker. Yo estoy muy bien. Al menos eso quiero creer. Un par de heridas de bala, pero aquí sigo. Podría brindar, pero dolería demasiado. A pesar de que este es nuestro ron favorito, no sabe igual sin ti. Supongo que ya nada será lo mismo.
Miró hacia el techo blanco de la habitación. Y luego cerró los ojos por un momento. Sintió como su cabeza aún le daba vueltas. No podría dormir así.
—Aborrezco lo que pasó. Pensar en tu muerte me llena de ira y rencor. Hacia todo. Hacia Dante, hacia el imbécil de Garrido, hacia Bonasera, hacia mi… incluso hacia ti. Sé que no tuviste la culpa. Maldita sea, era tu trabajo. Si de alguien es la culpa, es mía. Y no sabes cuánto me odio por eso… Tú eres el que debería estar aquí, no yo. Lo siento. Ezra, de verdad lo siento. No fui un buen amigo. Pero no quiero decir adiós. No estoy listo.
Guardó silencio y miró al vacío.
—He tenido días difíciles. No he podido encontrar la salida de este laberinto. Y a pesar de todo, siento que ella me guía, me acompaña. Creo que por eso no me he despedido de este mundo todavía. Porque parece que aún hay algo de ella en mí. Y no quiero perderlo.
Escuchó un ligero ruido afuera del departamento. Se quedó quieto, atento a cualquier indicio. Pero nada pasó. Pensó que algún vecino habría salido a trabajar.
—Sin embargo, admito que en este momento estoy hundido en el miedo. Agobiado… de no poder sonreír de nuevo, como si la vida misma me escupiera en la cara cada vez que lo intento. Y éste lugar, éste sitio entre mis orejas, es un vecindario peligroso. Donde un escurridizo sentimiento de melancolía me invade y me domina, haciéndome caer en un vacío infinito. Donde nunca puedo sentirme satisfecho, donde la gravedad es la tristeza y la desesperación. Donde por más que corra y me esfuerce, no puedo llegar nunca. No puedo ser feliz…
Tengo miedo de no verme como alguna vez soñé. Con un propósito. Y poder disfrutar las pequeñas cosas. Viviendo en paz, junto a Stella en el campo. Cuidando los huertos de verduras y los cultivos de trigo que tanto le gustaban y que todos creían imposibles por la radiación. Tal vez tener hijos, que fueran a la escuela, verlos crecer.
Me acecha el miedo… de no ser suficiente. Porque no lo conseguí. Y sé que ya no podré conseguirlo. Y eso me carcome por dentro.
Entonces, sintió un calor reconfortante que abarcó toda la habitación. Obligándolo a mirar alrededor en búsqueda de una razón. Una pequeña franja de luz que se escapaba de la cortina de la ventana, le indicaba que ya había amanecido. Pero sabía que aquello no era la calidez del sol. Era una tranquilidad que comenzaba a colmarlo inesperadamente. A unos cuantos pies frente a él, algo se formaba en el aire. Una extraña figura traslúcida, que al mismo tiempo resplandecía. Y aunque no tenía una apariencia clara, su presencia era incuestionable y peculiar.
—Qué dicha el que me permitieran visitarte —dijo una voz en la cabeza de Bruno.
—¿Ezra? —preguntó Bruno, levantándose con sobresalto. Y la entidad asintió.
—De donde vengo, las cosas son muy diferentes. No existe el miedo, la preocupación, o la tristeza. Todo es hermoso. Me encantaría que pudieras verlo con tus propios ojos. Lo más curioso, es que ya había estado ahí antes, sólo que no lo recordaba. Hay algo curioso con ése lugar: no existe el tiempo. Siempre es el ahora. No obstante, aquí sólo tengo un instante. Bruno, mira dentro de ti mismo. Será el camino más difícil e importante que tomarás. Y sólo basta un paso para llegar. Sin embargo, antes probablemente sientas terror, una profunda oscuridad. No desenfundes. Sólo perdónate. Perdónate por todo, especialmente por lo que te has dicho a ti mismo, por la historia que te has contado y has creído de ti. Deja de encerrarte en tus máscaras. Deja de luchar contra ti. Agradece todo lo que fue, todo lo que es y todo lo que será. Sólo así, podrás ser verdaderamente libre.
—Agradezco el camino que compartí contigo. Ya no recordaba lo que era la alegría. Pero ahora no sé cómo seguir sin ti. Mi sueño de alcanzar esa felicidad… ya es imposible. Ya no tengo nada. Ni siquiera sé quién soy. Estoy harto de sentirme miserable.
—Todos buscan un bello final, pero no tiene que terminar. Abraza tu realidad, puedes ser pleno desde hoy. Y sí, tarde o temprano caerás y dolerá. A veces dolerá demasiado. Sólo aprende a levantarte, que aquí estoy.
Bruno, se sentó sobre la cama y en llanto se llevó las manos a la cara.
—Te lo suplico, guíame. Dime cómo hacerlo —dijo el forastero.
—Sal de la ciudad. Cruza el desierto y sabrás la verdad.
La entidad se desvaneció en el aire. Y Bruno lloró a su amigo.
Trató de asimilar todo lo que había presenciado. Recordó que antes él había logrado escapar y vivir en los límites del desierto con su esposa. Pero nunca lo había cruzado. Nunca se adentró tanto, ya que era bien sabido que quien intentara cruzarlo, moriría por la radiación. Por esa razón, la frontera de la ciudad estaba completamente amurallada.
Y entre pensamientos cayó dormido.
Comments