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Ciudad Ficción

VII. Diletto

“¡Carajo, ya es medio día!”, dije en voz alta. Y salté de la fría cama de aquél motel. Rápidamente, me di una ducha y me puse la misma ropa del día anterior, digo, no tenía más que ponerme. Vi que Laura me había enviado un mensaje de texto hacía unas horas, decía que su equipo de policías y forenses ya se habían llevado el cuerpo de la esposa de Garrido. Y que ya estaban terminando de interrogar a los vecinos. Yo sabía claramente que no iba a regresar a mi departamento por un largo tiempo. Me estarían buscando. Pero no podía dejar las cosas así, no iba a quedarme esperando. Debía investigar el caso, sí o sí. Ya era una cuestión personal. Hice una promesa, mi honor estaba en juego.


Coloqué una de mis listas de reproducción favoritas, algo de música funk siempre va muy bien para la cocina. Abrí la cerveza que había guardado en el refri y me preparé una lasaña que encontré en el dispensador de comida deshidratada, mientras hablaba conmigo mismo y grababa algunas notas de voz.


Cuando terminé de desayunar, decidí salir del motel por un trago. No es que tuviera mucho antojo que digamos, pero quería visitar a alguien.


Fil y yo teníamos una larga amistad. Pero creo que fue desde que tuve la oportunidad de ayudarlo a financiar la compra de su local, que nos volvimos inseparables. En esos tiempos yo ganaba bastante bien, podía darme ciertos lujos. A los pocos meses, su local se volvió uno de los bares más reconocidos de la zona más poblada de la ciudad. Y como consecuencia, Fil se hizo con todos los detalles y chismes de la redonda. Lo que definitivamente sería de gran ayuda para un detective.


—¡Jack! ¿Cómo estás, amigo? Hace tiempo que no pasabas por un trago.


—Excelente, hermano. Sí, ya era hora que probara ese nuevo cóctel tuyo del que todos hablan.


—Ah, ni me digas. He tenido muchos problemas con esos malditos pastilleros, siempre quieren meterle algo a mis bebidas. Tal vez tenga que contratar personal de seguridad que los revise hasta el culo a todos.


—Tranquilo, no vengo por eso. Supongo que te enteraste de lo que pasó ayer por donde vivo. ­—Ambos se miraron seriamente.


­—Escuché algo. Pero no han dicho nada en las noticias.


—Y no dirán nada. Al menos no por ahora. La asesinaron frente a mí, Fil.


—Mierda.


—¿Le hablaste de mí a su esposa? ¿En qué estabas pensando? —le pregunté, con cierta intensidad. Fil me acercó un vaso highball y me preparó lo de siempre con toda la tranquilidad.


—Solía venir de vez en cuando, siempre acompañada con tres o cuatro de sus amigas. Al principio no la reconocí.  Siempre tomaban lo suficiente como para no poder manejar de regreso, pero seguir manteniendo el contoneo al caminar. Sin embargo, en esa ocasión vino sola. Se le veía preocupada y ansiosa. Miraba en todas direcciones continuamente. Casi nunca hablaba conmigo, pero esta vez se acercó a mí como si me conociera de la infancia. Me pidió ayuda, me rogó por el contacto de un detective que fuera de fiar. Yo le respondí que no confiaba en ningún policía. Pero que conocía a alguien que podía ayudarla.


—Y me metiste en el juego.


—Oye, me pediste que corriera el rumor y eso hice. Que si alguien tenía un problema interesante lo enviara contigo y eso hice. Además, seguramente necesitas el dinero ¿no es así?


—De acuerdo, de acuerdo, aquí el detective soy yo. ¿Qué te dijo?


—No mucho. Sólo que había encontrado a una extraña mujer visitando la oficina de su esposo. Dijo que la había visto salir sigilosamente de su oficina en días en los que supuestamente estaba muy ocupado. Y que tenía la sospecha de que esa mujer quería seducir a su marido para entrar en la política. Nada más.


—Sería fácil decir que no quería perder su vida de lujos. No obstante, creo que confiaba completamente en su esposo.


—Y como no confiar en ese gordo, parece un oso de peluche. Él lideró la construcción de los hospitales Garrido en toda la ciudad. ¡Mi madre se curó un tumor ahí! Definitivamente si se vuelve a postular votaré por él.


—Ése es otro punto. Dudo mucho que el ex gobernador haya tenido un amorío. Protegía a su esposa con la mitad de sus guardaespaldas, la llevaba a todos sus eventos públicos, y más importante, cuidaba a sus dos hijos. Sin embargo, ahora que lo pienso… es probable que al verse rechazada, esta misteriosa mujer haya generado rencor hacia su esposa.


—Espera, creo que mencionó algo de un sombrero. Sí, ya me acordé. Dijo que la mujer siempre llevaba un sombrero rojo de ala ancha con un listón negro en medio.


—Quizá sea de utilidad —dije, antes de darle el primer sorbo a mi bebida—. Estaba huyendo. Ella vino a mi departamento, me iba a dejar una carta por debajo de la puerta que decía que se sentía en peligro y que quería verme en persona hoy. Que me lo diría todo. Sólo que “hoy” nunca llegó para ella.


—Pobre señora. Lo lamento... De verdad, es todo lo que sé.


—No te preocupes. Es suficiente para empezar.


—No estarás pensando en seguir con esto, ¿o sí? Tal vez suene mal lo que te voy a decir… pero no hay razón para que trabajes para un fantasma. Deja que la policía se encargue, Jack.


—Es algo que debo hacer —le respondí, para después tomarme el vaso al hilo—. Gracias, amigo mío. Un placer, como siempre. Ya te transferí lo del ron, nos veremos pronto.


Salí del bar y me dirigí al auto. Crucé la acera y cuando estaba por abrir la puerta, me di cuenta que había una nota pegada en el parabrisas. Se me hizo algo raro. Miré a los lados, pero no vi a nadie. Por lo que tomé la nota y la leí: “El jefe quiere verte en el Diletto. Si sabes lo que te conviene, llega a las 11 PM”.


“Me lleva la mierda. ¿Quién diablos es el jefe?, ¿Por qué estas personas nunca hablan claro?”, pensé. En ese punto, dude sobre todo. Esperaba que no me hubieran escuchado hablar con Fil. O salir del motel, ya había pagado cinco noches y no es como que tuviera todo el dinero del mundo en ese momento. “Seguro esos tipos trabajan por aquí y reconocieron el auto. No debí traerlo”, pensé. Definitivamente estaba actuando como lo que era, un novato.


Busqué alguna marca en mi Berlinetta, algo que me pudiera sugerir la historia de los últimos veinte minutos. Pero no encontré nada, no había huellas, manchas o el mínimo rasguño. Me agaché e inspeccioné un poco bajo la carrocería. Y no noté nada inusual. Sin embargo, algo me decía que no me subiera a mi hermoso auto. Tal vez habían puesto alguna bomba o un rastreador. Y no tenía intención de darles el gusto.


De pronto me dieron ganas de caminar.

 

Tenía muchas horas antes de las once. Me daría tiempo de meditar la situación y decidir si iba a jugar su juego o no. Solamente me venían a la cabeza tres posibles responsables del asesinato. Ordenados por probabilidad: el mismo encapuchado que tiró del gatillo, la extraña mujer del sombrero rojo y el ex gobernador.


Obviamente los tipos del mercedes negro eran profesionales, por lo que había una alta posibilidad de que los hubieran contratado. Pero tampoco quitaba del renglón que quisieran robarle una fortuna a Garrido y a modo de amenaza, hayan matado a su esposa. No era algo nuevo, muchos otros habían intentado robarle en el pasado, tal vez esta vez simplemente se salió de control. Es el precio de ser una figura pública.


La otra idea que rondaba mi mente y por la cual me inclinaba más, era que la mujer que visitaba la oficina privada de Garrido hubiera ideado todo. Ya sea que quisiera una palanca política o un romance lleno de lujos y patrocinios, había una gran probabilidad de que se sintiera celosa y quisiera la vida de Karina, literalmente. La ira de una mujer puede ser extremadamente peligrosa. Ella fue el centro de atención para la farándula, había sido estrella de cine por varios años. Se convirtió en la mujer más deseada por los hombres y un ejemplo a seguir para las jovencitas, incluso después de tener a sus hijos. Es factible que esa señora haya intentado alejar a Karina, ya sea con amenazas hacía ella y su familia o con ideas falsas de un amorío. Aunque la confianza que  le tenía a su esposo pudo haberse interpuesto, pudo haberla sobrepasado. Y fácilmente habría tomado la decisión de borrarla del mapa contratando a un par de matones.


Y la otra opción, era que el mismo señor Garrido hubiera planeado todo. Tal vez se aburrió de la relación con su esposa, tal vez era demasiado vivaracha para un político amargado. Yo no me creía todas esas historias de completa bondad que mostraban en las propagandas. Sé que todos tenemos un lado oscuro, en especial los políticos. Siempre supe cómo funcionaban las campañas electorales, el control de las masas siempre ha estado a un discurso de distancia. Sin embargo, aquél señor ya lo tenía todo. Dinero, esposa, hijos, reconocimiento, varias empresas exitosas, no necesitaba nada. Ni siquiera seguir en la política, ya había acabado sus años de trabajo. Sólo debía sentarse a disfrutar lo que había logrado. Un amorío parecía algo estúpido.


De cualquier manera, estaba en terreno peligroso. Tenía que conseguir más información para acotar las opciones y no cometer más errores. Decidí comenzar por la sospechosa del sombrero. El dilema era que la cantidad de mujeres que usaban ese tipo de moda era exorbitante. Sin embargo, si realmente quería ocupar un cargo importante en la política, supuse que iba a buscar ser reconocida como una persona de alto valor. Y la forma en que eso se traduce para una mujer de la alta suciedad es con joyas y ropa cara. Entonces, recordé la carta de Karina. Aprovechando que me encontraba en el centro de la ciudad, se me ocurrió dirigirme a la tienda de ropa “Iris”, de la que ella hablaba en su carta.


Cuando llegué al local, al pie de la entrada vi a un señor delgado, con pantalones a la medida y un chaleco color vino, quien sin mi consentimiento, me acompañó y dirigió a la zona de caballeros. Y en el fondo, detrás del mostrador, vi a una señora un tanto vieja que parecía ser la gerente. Me le acerqué y le pregunté por Karina, como si fuera una gran amiga mía.


—¡La joven Karina es por mucho nuestra mejor clienta! Es un placer conocerlo, señor Uriel —dijo, entusiasmada. Obviamente no le iba a decir mi nombre real.


—El gusto es mío, señora.


—Bienvenido a Iris, la boutique de moda más prestigiosa de la ciudad. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?


—Karina me pidió de favor que le escogiera un vestido para una ceremonia el siguiente viernes en el Palacio de las Artes. Por lo que me imagino debe ser elegante. Yo soy poco diestro en esto de la moda, pero confío en su juicio.


—¡Por supuesto! Conocemos la talla y gustos de la joven Karina. Acompáñeme, por favor. —La señora llamó a su flaco ayudante y le pidió que le trajera varios vestidos de gala. Y le señaló uno que otro aditamento.


—Me parece estupendo que conozcan tan bien a mi querida amiga, se la ha de vivir aquí.


—¡Claro! Imagínese, ¡con nosotros compró los primeros aretes de su niña! Pero últimamente no ha venido, espero que no esté enferma.


—No, sólo está muy estresada, con demasiados asuntos. No le alcanza el tiempo.


—Ay, esa jovencita. Siempre tan ajetreada y vertiginosa. Hace como dos semanas que vino, hasta me preguntó si podía quedarse dentro de los probadores por un rato, ¡y se estuvo allí por más de una hora! Dijera que al menos se probó algo, pero no, sólo se quedó ahí sentada. Me imagino que estaba tan agotada que sólo quería descansar.


“Parece que la perseguían desde hace tiempo”, pensé.


—¿Y no ha venido ninguna de sus amigas a preguntar por ella? La verdad es que estoy tratando de reunir a todas sus amistades y organizarle una fiesta sorpresa. Siento que eso podría animarla.


—No que yo recuerde. Sólo alguien que pidió réplicas de algunos de los vestidos que yo le confeccioné a la joven Karina. Eso fue hace como dos días. Pero creo que sólo era una fanática de mi trabajo. Seguro vio los vestidos en alguna de sus películas.

 

—¿De casualidad era una mujer que usaba sombrero rojo de ala ancha?


—Sí, un  sombrero confeccionado por uno de nuestros competidores. ¿Cómo lo supo, la conoce?


—Más o menos, la he visto en un par de fiestas. Pero siempre olvido su nombre. Ojalá lo recordara.

 

—¡Acompáñeme, seguro aquí lo tengo! Yo siempre registro a mis clientes, así no los olvido nunca. —Me llevó tras el mostrador para revisar su computadora. Filtró algunos datos y al poco tiempo añadió—: Que raro, no me dejó su nombre. Sólo tengo la letra eme. No sabría si es la inicial de su nombre o apellido. Discúlpeme… Espere. Tengo una dirección de referencia.


—¡Sí, perfecto! Eso me sirve.


La anciana me compartió la dirección. Y gracias a que alguna vez tomé foto de los archivos personales del comisario Wells, programé la compra y envío de tres vestidos excesivamente caros con su número de crédito. Me dio lástima que mi antiguo jefe no tuviera esposa, hubiera sido una escena hilarante.


Saliendo de la boutique, busqué la dirección en mi celular. Quedaba lejos de allí. No me daría tiempo de visitar el lugar. Pero decidí dirigirme a la oficina de archivos públicos de la ciudad y buscar todo relacionado a esa dirección. Todo el camino, sentí como si alguien estuviera atrás de mí y yo miraba de reojo de vez en cuando. Hasta que me cansé y me subí al monorriel. Al menos ahí podía ir sentado y tener la certeza de que nadie estaba pisándome los talones. A los pocos minutos llegué a la estación de tren que quedaba frente a las oficinas. Era un edificio pequeño en comparación con los que tenía alrededor y la fachada tenía un elegante estilo art decó. Dentro, sólo había unos cuantos cubículos que se conectaban a una amplia sala en el centro. Bajo ese piso había una súper computadora que contenía millones y millones de archivos e información pública. Que curiosamente, casi nadie usaba, ni siquiera los mismos policías.


Investigando, me di cuenta que en la dirección que me había dado la gerente de Iris, había enorme mansión, comúnmente utilizada como galería de arte y centro de exposiciones culturales. Muchas mujeres de renombre habían pasado por esa mansión. Sin embargo, la patrocinadora oficial de esos eventos siempre era la señora Shiori Mung, heredera de la obscena fortuna de una de las familias más ricas de la ciudad. Bella mujer de cuarenta y dos años, maestría en literatura y doctorado en estudios teatrales. Aparentemente había intentado incursionar en el teatro, pero sus obras fueron canceladas por las bajas ventas. Era dueña de la biblioteca de libros de papel más grande de toda la ciudad. Y aunque en algunas ocasiones había mostrado interés por vincular el arte con eventos políticos, no encontré ningún apoyo, soborno, ni nada que señalara su participación directa en la política. Ninguna relación con Garrido, ni con Karina. Tenía un perfil intachable. Claro, toda esa información era oficial, obtenida de investigaciones, periódicos, revistas, instituciones, bases de datos… pero no significaba que no hubiera más bajo la mesa.


Salí de ahí algo decepcionado. Tenía la esperanza de que esa mujer fuera la culpable, que fuera un simple homicidio por celos. Yo sólo sabía que no quería meter la mano en aguas profundas. La política puede ser algo muy oscuro.


Estaba atardeciendo. Quise caminar de regreso al centro. Y en el trayecto, me encontré con un carrito de crepas. Tenía la típica sombrilla de colores y el olor a gloria se desprendía del teflón. No lo podía creer, hacía tiempo no comía esas delicias. Las comía cuando iba al cine de niño y no pude evitar preguntarle al señor que las vendía si tenía crepas con chocolate de avellana. A lo que él asintió con una micro risa. Me preguntó si la quería en cono o en plato y se la pedí en cono, lo cual era más cómodo para el camino.

No sabía si esa noche mi vida iba a terminar en tragedia, pero al menos disfrutaría de ese manjar que naturalmente apareció frente a mí. Le di el primer mordisco. De pronto mis problemas parecían no importar tanto. Y continué caminando.


Entonces recordé lo que dijo la vieja en la boutique: “Seguro vio los vestidos en alguna de sus películas”. ¡Claro! La señora Mung no necesitaba la caridad de nadie, ni parecía estar interesada en la política, pero pudo haber sentido muchos celos de Karina por su éxito como actriz. Y en un ataque de ira pudo haber tomado la decisión de contratar a esos tipos. Me sonaba lógico. Pero… ¿por qué a ella y no a otra actriz? ¿Acaso Mung amaba a Garrido también? ¿Qué tenía que ver con él? Muchas preguntas vinieron a mi mente. Sentí que estaba cerca de algo, pero aún no lograba darle forma.


Si sobrevivía a esa noche, tenía que visitarla en su mansión y hacerle unas preguntas. Eso sí, no iba a presentarme como detective. Tal vez como un actor, para poder conectar con su ego. “No, mejor como director de una película independiente”, pensé. Así no tendría que demostrar currículum. Y podría jugar con un reparto de actores famosos para que sí o sí quisiera participar. El pretexto de la visita sería para invitarla a formar parte del reparto y entrevistarla, incluso audicionarla, para determinar qué personaje le quedaría mejor. Sí, me parecía el plan perfecto. Además, hacía tiempo que yo no actuaba. “Será divertido”, pensé.


El sol apenas se estaba poniendo. Yo ya había llegado al centro de la ciudad y no hallaba qué hacer, especialmente con tan poco dinero en la bolsa. Vi un puesto en la calle y una cajetilla de cigarros llamó mi atención. Estuve a punto de acercarme a comprarla, pero cuando me percaté del impulso me detuve. Y usé toda mi fuerza de voluntad para alejarme de ahí. Aunque la ansiedad empezaba a apoderarse de mi cuerpo, poco a poco logré calmarme. Y me senté en la orilla de una fuente a observar a las personas pasar. La gente de la plaza se mostraba tan apresurada. Como si estuvieran huyendo de algo. “¿Acaso yo me muevo igual?”, pensé—. “A lo mejor huimos del tiempo, de esa cadena tan pesada que no conseguimos romper, el miedo a la misma muerte.”


En ese momento, un niño de unos nueve años cayó frente a mí. Estaba jugando a la pelota con otro niño. Evidentemente el golpe le había dolido y le había lastimado ambas rodillas. Pero antes de que yo pudiera hiciera algo, se levantó sin queja alguna y con una buena patada, le regresó la pelota al otro niño.


“Dudo mucho que ése niño huya del tiempo. Ni siquiera le teme al dolor. Está completamente dispuesto a jugar”, pensé.


Cuando miré mi celular, vi que eran las nueve de la noche. Los faroles ya iluminaban las calles. El estómago me rugía, tenía mucha hambre. Me percaté de que mis piernas estaban entumidas. Así que me paré, me estiré y me sacudí un poco. Decidí adelantarme al restaurante “Diletto”.


Era un lugar enorme; su doble altura, ventanales y finas molduras, me hicieron sentir como en un palacio. Por alguna razón, estaba seguro que la gente que se encontraba cenando ahí, ganaba más dinero en una semana que yo en medio año de policía. Después de que me catearan y retiraran el arma en la entrada, un señor en smoking me dirigió a la mesa, que afortunadamente estaba cerca de una de las esquinas del local, lo que me permitiría observarlo todo con mejor claridad. Como llegué antes, podía permitirme probar el menú. Había todo tipo de alimentos, pero la especialidad era la pasta. De manera que ordené Antipasto, un plato de ostras, Spaghetti alla scoglio, el vino de la casa y esperaría un poco para evaluar si también ordenaba helado de vainilla. La verdad es que no traía efectivo conmigo, sin embargo, me sentía con suerte y tenía buen historial crediticio.


El mesero me trajo la botella de vino, la abrió frente a mí y me dio el corcho. Me sirvió poquito en la copa de cristal. Me pidió que lo catara y sin saber bien cómo se hacía, sólo le di un sorbo. Sin yo saber por qué aún no me servía el resto, encendió una vela, tomó la botella en posición horizontal y lo vertió lentamente en una especie de garrafa de cristal con dos aperturas.


—La idea es que el sedimento no contamine su copa, ya verá que valdrá la pena —dijo el mesero, al ver que me mostraba ansioso por tomarlo. Y era verdad, definitivamente valió la espera.


Poco a poco los platillos fueron llegando y el hambre se erradicó de raíz. Vaya que me tomé mi tiempo. Los comensales se iban retirando paulatinamente y yo echaba ojo por aquí y por allá. Debía estar alerta, cualquier cosa podía ser de utilidad. Pero no noté nada fuera de lo normal, todo parecía limpio y en su lugar. Todos se veían tan amables, no sospeché de nadie. A pesar de ello, el ambiente olía a cizaña.


Terminé el spaghetti, estaba exquisito. Y justo cuando por fin iba a pedir mi helado de vainilla, el mesero se acercó a la mesa.


—Disculpe, lo están esperando en aquella mesa —dijo el mesero, con un hilo de voz. Miré alrededor y ya no había nadie en el restaurante. Había estado tan concentrado en el último platillo que no me percaté. Vi la hora, eran las once en punto. Aún sentado, giré la cabeza a donde señalaba el mesero y vi que a siete metros de mí había tres personas. Busqué instintivamente la salida, pero dos gorilas enormes y calvos la obstruían.


—Entiendo. Pero debo pagar la cuenta todavía.


—Me dijeron que no se preocupara por eso. Por favor, acompáñeme.


Y me escoltó a la mesa del fondo.

Mientras me levantaba, sentí como las piernas me temblaban. Tenía miedo. Hacía mucho tiempo no había sentido miedo de esa manera. Lo que fuera a encontrar unos segundos después, iba a definir el curso del caso.


El mesero movió el respaldo de la silla para que pudiera sentarme.


—Detective, qué gusto que pudo venir.

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