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Ciudad Ficción

IV. Me Voy

Llegamos a eso de las cinco de la tarde a nuestro departamento. Comenzaba a hacer frío. Estábamos agotados, el viaje en auto había sido un abrumador silencio absoluto.


­—¿Quieres hablar? —le pregunté a mi esposa, luego de cerrar la puerta de la entrada. Pero ella hizo un ademán con el brazo, como diciendo que la dejara en paz. Luego se encerró en el cuarto. Pude escuchar su llanto.


Caminé a la sala y puse los análisis clínicos en la mesita. Me senté en el sofá y dejé caer mi cara sobre mis manos. Por primera vez en mi vida me sentí completamente perdido. No sabía qué hacer. Hacía tan solo unas horas irradiábamos felicidad, abrazados y hablando del futuro. Qué rápido se esfumó todo.  


Al día siguiente, me levanté somnoliento del sofá y me lavé la cara en la tarja de la cocina. Aprovechando que era fin de semana, decidí prepararle el desayuno a mi esposa. Eso siempre la animaba. Tomé la caja de huevo deshidratado en polvo de la alacena, un poco de leche de soya, un tanto de harina y le preparé una torre de hot cakes. Mi especialidad. Calenté algo de chocolate y lo vertí en un par de tazas. Coloqué todo en una bandeja y caminé con ello a la habitación. Confirmé mi sospecha de que la puerta tenía llave. Claramente no quiso que pasara la noche con ella. Utilicé la navaja suiza que siempre llevaba conmigo para poder entrar. Me acerqué con sigilo, ya que parecía seguir dormida. Coloqué la bandeja sobre el lado vacío de la cama y con cuidado le di un beso en la frente. Ella abrió los ojos y me miró con un sentimiento de ira, para luego ocultarse entre las cobijas. Le dije que le había traído el desayuno, pero ni se inmutó. Sólo se quedó ahí. Le pregunté si quería hablar, pero no contestó.


Levanté la bandeja para colocarla en la mesita de noche. Decidí acostarme junto a ella. Nunca me ha gustado dejar las cosas sin resolver. Me le acerqué y la abracé. Pero con un fuerte codazo me dijo-: No. Déjame sola.


Yo sin poder creer lo que estaba ocurriendo, me quedé pasmado por un instante. Y decidí dejarla sola todo el día. Necesitaba espacio, era evidente.


Días después, llegué del trabajo por la tarde.


—Hola Amor, ya llegué. ­ —exclamé, al colgar mi abrigo en el perchero. Ella estaba fumando y viendo la televisión en la sala. Pero no hubo respuesta. Como en todo ese tiempo. Por casi una semana ella no quiso que yo durmiera con ella, ni dirigirme la palabra.

—Por cierto, pude conseguir una reservación para el Creative Palace. ¿Te gustaría salir a cenar? —le dije. Era su restaurante favorito. Hice varias llamadas y pedí algunos favores para obtener aquel lugar. Es uno de esos elegantes restaurantes en los que debes reservar con meses de antelación.


—No tengo ganas de salir —contestó, con voz cortante. Pero para mí fue una victoria.


—¿Puedo sentarme contigo?


—Sí, supongo —dijo ella.


Me senté, emocionado. No lo tenía planeado, pero sabía que iba por buen camino. Ella se veía tensa, nerviosa. No quería alterarla, así que pensé en mil preguntas que la pudieran hacer sentir mejor. Pero sólo salió de mi boca —: ¿Te gustaría ver una película? Un amigo me recomendó una hace tiempo, es de Clint Eastwood. Un actor y director famoso de antes de la guerra.


—No lo creo.


—¿O prefieres algo de terror? Sé que te gustan esas —Le dije. Pero ella no respondió. Se hizo un silencio incómodo—.  ¿Tal vez unas palomitas?


Ella colocó su dedo índice sobre los labios, como diciéndome que me callara. Entonces se aproximó a mí, con una mirada que no pude discernir. Mi corazón comenzó a palpitar rápidamente. Se sentó en mis piernas y sin decir nada, se lanzó contra mí para besarme y hacerme el amor. Yo, por supuesto que no dije nada, no cuestioné nada. Fue espectacular.


Sólo que… al terminar… ella rompió en llanto.


No sabía cómo sentirme después de eso. Sólo sabía que debía hacer algo.


—Amor, ¿qué sucede? —pegunté.


Ella se levantó precitadamente y se encerró en la habitación. Yo la seguí, pero me cerró con llave y se escuchó como atoró algo en la puerta. Sé que pude haber abierto con mi navaja o forzado la puerta, pero no tenía sentido. 


—Vanessa, ¿Qué tienes? —pregunté, pegando mi frente a la puerta.


No contestó.


—Aún podemos ser una familia. Incluso podríamos adoptar.


—¡No! —gritó ella —. Si no es mío no lo quiero. No quiero lo que alguien más dejó, lo que otro no quiere. ¡No quiero la basura de nadie!


—¿Cómo puedes decir eso? Son seres humanos igual que tú o yo, podemos darle el mismo amor que a uno propio.


—¡Merezco algo mejor! Estoy cansada de recibir miserias de los demás. ¿Que acaso no puedo ser feliz?


—Tú no debes recibir miserias de nadie. Yo sólo he intentado darte lo mejor.


—¡No es verdad! Sólo me quieres de a ratos, mientras no estás en tu trabajo —dijo, furiosa.


—Tú eres muy capaz y puedes hacer lo que quieras y te propongas, no tienes que quedarte sola en casa si no quieres. Puedes conseguir un empleo, regresar a modelar o hacer cualquier otra actividad. Salir del departamento de vez en cuando te hará bien.


—¡Por supuesto que puedo! No soy esclava de nadie. Y por eso decido que voy a dormir sola otra vez.


—Amor, por favor.


—Y si tanto quieres que salga de aquí,  entonces saldré sola a donde se me antoje.

A la mañana siguiente, abrí la puerta como pude y le llevé el desayuno a la cama. Estaba profundamente dormida. Sus ojos hinchados de tanto llorar. Dos botellas de vino vacías estaban sobre la cama.

Tomé una pluma y le dejé una nota sobre la mesita de noche. Decía que me disculpara por lo de ayer, que saliendo del trabajo le dejaría una sorpresa. Por lo que le pedía por favor no estar en pijama.

Ya en la noche, toqué la puerta de la entrada del departamento. Sinceramente esperaba que me abriera, pero nada sucedió. Así que busqué la llave entre mis bolsillos e hice malabares para no tirar el enorme ramo de flores que le había comprado. Entré y ella estaba viendo la televisión en la sala, fumando lo que parecía ser su segunda cajetilla de cigarros. Y entonces, dejé pasar a su hermana. La única persona que la conocía bien desde niña. Pero ella ni la volteó a mirar.


—Bueno, señoritas, las dejo solas. Así podrán platicar a gusto. Estaré afuera por si me necesitan.


Salí del departamento esperando lo mejor. Bajé siete pisos por las escaleras, ya que el elevador estaba descompuesto. Como siempre. Caminé hacia el estacionamiento y me recargué sobre mi auto. Encendí un cigarrillo cuidando que no se apagara por el fuerte viento que estaba haciendo. Le di un largo suspiro con algo de culpa, llevaba años intentando dejarlo.


A los pocos minutos vi que su hermana bajó las escaleras. Estaba molesta.


—No hay nada qué hacer, Jack. Nada. Déjala sola por todo el año, a ver si así se le quita esa estúpida actitud.


—¿Pudiste hablar algo con ella?


—Mira, yo la amo. Igual que tú. Pero por mucho que viva en una casa decente, ella jamás será una mujer decente.


—Gracias por venir.


 Subí de nuevo y la vi en el sofá. Acababa de abrir una botella de vino y estaba con la mirada perdida en la copa vacía.


—¿Por qué tratas así a quienes te quieren ayudar? No sé qué más hacer. Creo que lo mejor es buscar ayuda de un profesional.


—¡No! No voy a ir con un loquero. ¿Qué dirá la gente? Olvídalo. Me terminarán dopando y me freirán el cerebro —dijo ella, furiosa. Levantándose del sofá.


—Antes de ir al psiquiatra podrías ir al psicólogo. No todo en la vida son químicos, amor. Tal vez haya una solución natural. Creo que te haría bien hablar con alguien. A tu ritmo.


—Olvídalo —dijo ella, antes de tirar la maceta de flores que le había comprado y encerrarse en la habitación.


Esa noche busqué en la sala y habían al menos cuatro cajetillas de cigarros vacías o por terminarse, varias botellas de alcohol escondidas tras un mueble y algunas píldoras de dudosa procedencia. Para no querer químicos en su cuerpo, creo que no iba por buen camino. Fui por una bolsa a la cocina, para recoger todo el desorden. Al poco rato, ella salió del cuarto y dijo—: Voy a salir, no me esperes.






Pasaron dos meses. Yo ya no sabía qué hacer. A pesar de que finalmente conseguí dormir junto a ella, la persona que era mi esposa ya no estaba ahí. Vanessa salía de tres a cuatro veces por semana y no me decía a dónde. Pero siempre llegaba muy tomada y directamente a la cama.


—¿A dónde vas, amor? —le pregunté una de aquellas veces.


—Sólo saldré con unos amigos. ¿No confías en mí?


—Por supuesto que sí —le dije.


Una noche, después de salir de la comisaría, decidí ir por un trago. Tenía muchos sentimientos encontrados y un revoltijo de pensamientos. 


—Lo mismo de siempre Fil —le dije al bar tender, quien era dueño del lugar y un viejo amigo.


—Aquí tienes, un Manhattan bien frío.


Me lo terminé como si fuera agua. E inmediatamente pedí otro. Y otro, y luego otro después de ése. El whiskey me empezaba a pegar. Y entonces un torrente de recuerdos vino a mí. Vanessa. Nuestra boda, como ambos parecíamos un mar de lágrimas en el momento de decir “acepto”. El día que le propuse matrimonio, toqué una canción con la guitarra para ella, era nuestra canción. Yo moría de pena y aún así me subí a ese pequeño escenario improvisado en la azotea. Ver su sonrisa iluminada por la luz de la luna me hizo el hombre más feliz del mundo. Sus ojos atravesaron mi mente y desnudaron mis más locas ideas. Mientras que su cálido corazón lanzó una cuerda de seda para amarrarse al mío. Y empecé a llorar. Hacía mucho tiempo no me permitía llorar. Dejé caer un río de lágrimas.


—Uno más.


—¿Estás seguro, Jack? Digo, sé eres de buen tomar, pero creo que es suficiente por hoy.


—Uno más.


Y la vi de nuevo. En aquél día que decidió dejar su pasado. La saqué de aquél lugar oscuro de sueños rotos. Subió a mi auto para convertirse en el copiloto de mi vida. En  mi mejor amiga. En parte de mí.


—¿Otro?


—No. Es suficiente, Fil. Debo estar bien para mi esposa. Debo luchar por nuestra relación.


—Ve a descansar amigo. Esta vez va por mí.


—Gracias, hermano.


Al llegar al departamento, me percaté de que ella todavía no llegaba. Ya era bastante tarde. Le marqué a su celular, pero no me contestó. Di un par de vueltas en la sala y decidí marcarle a su hermana, pero ella no sabía nada de Vanessa. Entonces, me preocupé. Conocía la ciudad y sabía lo peligrosa que podía ser.

Antes de llamar a un equipo de policías, quise indagar más y comencé a buscar alguna pista, cualquier cosa que me pudiera ayudar a saber su localización. Revisé la sala, la cocina, bajo los tapetes, en los botes de basura…


Registré nuestra habitación, los muebles, sus cosas. Abrí el clóset y busqué entre sus abrigos, hasta que encontré algo. Era un boleto de un motel del centro de la ciudad. Revisé los vestidos dentro del clóset y me di cuenta cuál se había llevaba puesto. Uno negro, escotado y provocativo. “Tal vez está viendo a alguien”, pensé. Tomé las llaves del auto y corrí por las escaleras. Y mientras me subía al auto, recordé algo. Tuve una corazonada.


—Creo que regresaste —dije en voz alta.


Imaginé que había una alta probabilidad de que ella hubiera regresado a su antiguo trabajo como prostituta. Hacía muchos años ella me había prometido que nunca volvería a trabajar en eso. Pero algo en ella había cambiado, su corazón se había roto.


Por lo que me dirigí a toda velocidad a la casa de citas que quedaba cerca de aquél motel. Recuerdo que ni siquiera le di las llaves al valet.

Era un lugar amplio, luz neón y olor a tabaco, tenía una especie de sala lounge con servicio de bebidas, en la que los hombres tenían la posibilidad de ver y conocer a las candidatas. Crucé la sala y en efecto estaba ahí. En un área especial, encima de las piernas de un gordo que parecía ya entonado. Sentí una punzada en el estómago. Una ira tremenda me recorrió la espina dorsal y me encendió. Me acerqué firmemente hacia aquél sujeto, determinado a soltarle un puñetazo en la cara. Y cuando alcé el puño, me di cuenta que era el jefe. El comisario Wells. Los tres policías que lo acompañaban se sobresaltaron, pero al ver quién era, se volvieron a sentar.


—¡Adler! No sabía que también te gustaban estos lugares. No tienes por qué poner esa cara, hay mujeres para todos. Aunque debo advertirte, a esta bella dama no la comparto, es mi favorita y es la que normalmente me atiende. —dijo el comisario, acariciándole la mejilla y mirándola con deseo. Los policías que lo acompañaban empezaron a reírse estrepitosamente. Vanessa me miró de reojo, pero no hizo gesto alguno, siguiendo su papel. El comisario sacó un fajo de billetes de su bolsa y me lo ofreció. —Ten niño, aprovecha para divertirte.


No pude contenerme. Instintivamente le respondí con un fuerte golpe en la cara que casi lo tira de la silla de cuero en la que estaba. Tomé mi placa de la policía y se la tiré sobre la mesa de las bebidas.


—¡Ella es mi esposa, gordo idiota!


Los tres policías saltaron sobre mí y me tomaron de los brazos, quitándome mis armas. Vanessa se levantó para sentarse a un lado sin decir nada. Sin voltear a verme, como si no me conociera. Y se encendió un cigarrillo.


—Eras el mejor, Adler. Tenías potencial. Pero mordiste la mano que te da de comer —dijo Wells, incorporándose y limpiándose la sangre de la cara—. Denle su despedida al esposo.   


 Y me arrastraron a un cuarto con poca luz que parecía vacío. Me ataron a una silla. Y comenzaron los golpes. Al inicio eran todos a la vez, sin embargo, llegó el momento en que se cansaron y empezaron a turnarse. Sé que fueron varias horas ahí dentro. Perdí la noción del tiempo y la sensación de mis músculos. Hubo un momento en el que dejé de escuchar, no estaba seguro si era porque sus burlas me parecían de lo más estúpidas o porque las contusiones en mi cabeza eran severas. La hinchazón alrededor de mi cuerpo ya no me dejaba ni siquiera sentir dolor. Esos malditos se divirtieron y llevaron la fiesta hasta que no pudieron más. Cuando los vi salir de aquél cuarto, yo simplemente me desvanecí.




Desperté fuera de la casa de citas, tirado en el concreto. Apenas podía moverme. Me dolía todo. Parecía de madrugada.


—Qué sujetos tan agradables, me dejaron con vida —me dije.


Me levanté como pude y fui a ver si mi carro seguía donde lo dejé. Y como lo supuse, se lo había llevado una grúa. Caminé a casa, durante al menos tres horas. Vi cómo salió el sol a través de los altos rascacielos. Fue hermoso. Entonces sentí paz. Comprendí lo que debía hacer.


Al llegar al departamento, me percaté que el desorden de la cocina estaba exactamente igual como lo dejé, el café que le había servido esa mañana seguía sin beberse, nada parecía haber cambiado. Entré a la habitación y la vi acostada en la cama, durmiendo profundamente como si nada.


Así que le escribí una nota y la dejé sobre la mesita de noche. Decía:


“Me voy, amor.

Nuestra historia termina.

Te deseo lo mejor.”


Puse mi anillo de boda encima de la nota. Le di un beso en la frente, cerré la puerta con cuidado y salí para siempre.


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