—¡Buen día, Jack! Ya vi que trajiste nuevos residentes. ¡Qué crees, hoy me dejarán libre!
—Vaya, esas sí son buenas noticias. Nadie más ha estado encerrado tanto tiempo por algo que no cometió. ¿Por fin conseguiste abogado?
—¡No, pero finalmente alguien pagó la fianza!
—Excelente. Sólo aléjate de los problemas, Ezra. No quiero volver a verte por aquí.
—Oficial Jack Adler, pase a la oficina del jefe. —dijo una voz femenina, a través de las bocinas de la estación de policía.
Después de cruzar el área de celdas, subí al segundo piso, y entré a un cuarto pequeño con poca iluminación, cosa extraña porque tenía una pared de vidrio que permitía ver toda la estación.
—Lo volviste a hacer, Adler. Metiste tus narices en donde no te llaman. Si yo le doy el caso a Fernández, no es para que le deformes la cara a los sospechosos y traigas a esos malditos drogadictos a mi comisaría.
—Los encontramos peleando con unos pandilleros. Creo que estaban dejando un mensaje en el ghetto. El hermano mayor le había cortado los dedos a uno de ellos. Tenía que intervenir. Afortunadamente, mi compañera Laura me ayudó a esposarlos antes de que se dieran a la fuga.
—No me interesa, no es razón para…
—Con todo respeto, señor; conseguí todas las pruebas en su contra. Mientras Fernández se rascaba el trasero, pude obtener la grabación de una cámara de vigilancia que confirma su vínculo con la Familia Vitolani. No quisiera que el caso terminara inconcluso, como el homicidio afuera de aquél antro hace un par de meses. Sólo deme tiempo. Tal vez si logramos que los hermanos Vinel hablen lo suficiente, podamos conseguir el nombre o incluso la ubicación del consigliere. Podrían ser la clave —le dije, confiando que entendería.
El comisario me miró fijamente, parecía que no sabía que decir. Sacó una bolsa de frituras de un cajón y decidió hablar—: Quedas suspendido esta semana. No quiero que te entrometas en este caso. Deja tu placa en la entrada—dijo el comisario, dándose la vuelta hacia la pared de vidrio.
Mierda, sabía que el comisario Wells era un bastardo, pero eso fue demasiado. Si no me daba la oportunidad de demostrar mis habilidades de investigación, jamás iba a poder convertirme en detective.
Bajé furioso las escaleras, un par de policías dejaron escapar una risa burlona, tomé mi abrigo y dejé mi placa al salir, como dijo el gordo.
Odiaba el hecho de que Fernández se fuera a quedar toda la gloria del caso. Pero al menos los dos sospechosos iban a tener su merecido. Y quien sabe, tal vez me serviría disfrutar ese tiempo libre.
Subí a mi descapotable negro y conduje hacia mi departamento. Las calles parecían estar tranquilas ese día, por lo que decidí parar a comprar una hamburguesa en el camino. Me sentía especialmente motivado en ese momento, así que me aloqué un poco y pedí la opción de triple carne de quinientos veinte gramos. ¡Qué hamburguesa!
Cuando abrí la puerta del departamento, recibí una llamada de la estación. Al contestar, escuché el ruido de varios disparos y gritos de mis policías, hasta que se cortó la llamada. Entré por un par de armas que tenía escondidas en la sala y salí corriendo por las escaleras. Carajo, no puedo tener un día libre.
Llegué como pude a la estación y vi que salía humo de una de las ventanas del edificio. Entré y vi a Fernández tirado en el suelo, regando su sangre en el piso que acababan de pulir esa mañana. Le pedí a una policía que me ayudara a levantarlo. Lo pusimos en un escritorio, lo vendamos y le dimos un par de analgésicos para que se calmara.
—Se llevaron al jefe —dijo con voz quebrada el detective.
—¿Quién? —pregunté.
—La mafia, la Familia Vitolani. Tenías razón. Eran demasiados. No debiste meterte con ellos.
Fui a las celdas rápidamente, pero mis prisioneros no estaban. No sólo fue un secuestro, también fue rescate.
A pesar de todos mis años de oficial, no sabía en lo que me estaba metiendo.
El detective Fernández me dijo que fuera con Laura, nuestra policía estrella, a liberar al comisario. Y claro, no podía negarme, esa mujer se había ganado la fama de la más ruda. En una de las pocas computadoras que aún funcionaban, activamos el localizador del comisario y aparentemente todavía seguía con vida. Se mostraba como un pequeño punto rojo en movimiento. Se dirigían al sur. “Las ratas van a su madriguera”, pensé. Así que subimos a mi auto y pedimos a los policías que estaban en los alrededores que nos apoyaran.
—Rápido, por la avenida Lexington. —Apenas había cerrado la puerta del auto y Laura ya me estaba dando órdenes con su pequeña computadora.
Logramos verlos y alcanzarlos cerca de la costa. Empezamos a disparar, pero era inútil. Las seis camionetas negras estaban perfectamente blindadas. Afortunadamente Laura alertó a los policías de la zona que colocaran una cadena ponchallantas atravesando toda la calle, por lo que las camionetas derraparon y se estrellaron entre sí. Y antes de que pudieran salir a responder el fuego, paré en seco, salí del auto tan rápido como pude para sacar de la cajuela un lanzacohetes que hacía tiempo tenía ganas de usar. Y con un poco de suerte y una enorme explosión, volteé de cabeza las camionetas. Lo que dio el tiempo suficiente al resto del equipo para arrestar a todos y poner a salvo al jefe.
—¡Maldita sea, Adler! ¿Tenías que volarlo todo? ¿Dónde diablos conseguiste esa cosa? Supongo que debo darte las gracias por estar aquí. —dijo Wells, bastante irritado.
—Nuestro deber es servirle a usted y a Ciudad F, señor. —le dije.
—Imbécil, mi brazo está hecho un asco, llama a una ambulancia o algo.
Laura y yo decidimos llevar personalmente a Wells a un hospital del centro, ya que si buscábamos el hospital más cercano, seguramente la mafia nos estaría esperando. Así que subimos a nuestro gordo jefe en el asiento de atrás y aceleramos.
A la semana siguiente, me promovieron a detective y a Laura a oficial en una ceremonia muy emotiva. Y le dimos la bienvenida al jefe. Después compramos donas, pastel, algo de vino espumoso y algún idiota puso la macarena a todo volumen, por lo que se inició una extraña pero divertida fiesta en la comisaría.
Ya llegada la noche, quise subirle una rebanada de pastel a Wells, ya que no lo había visto desde la ceremonia, pero no estaba en su oficina. Entonces decidí dejarle el plato en su escritorio. Pero un mensaje que acababa de llegar a su computadora me llamó la atención. Estaba en clave, pero decía: “Libera a los hermanos y podrás dormir tranquilo, ya se calmaron nuestros amigos en el sur.”
Fue cuando me di cuenta que todo fue una vil mentira.
El comisario estaba involucrado con la mafia. Probablemente con La Gran Familia, dueños del lado norte de la ciudad.
Tomé algunas huellas, una fotografía y un video corto mostrando el mensaje, la placa del gordo que siempre dejaba dentro del cajón junto a las frituras, y varias de sus pertenencias. Cerré el mensaje de la pantalla, agarré el plato y me largué… de su oficina y de la comisaría.
Necesitaba pensar.
“Esto no puede estar pasando… es mi gran día. Algo es seguro, no puedo decirle a nadie. Al menos por ahora. No sé quién más esté involucrado”, pensé.
El comisario es la máxima autoridad en el cuerpo de seguridad. Pero había jueces que podían emitir una orden de arresto contra él. El problema era que él conocía muy bien a cada uno de ellos.
Necesitaba regresar los días siguientes y conseguir toda la información que pudiera. Me dio asco pensar en volver a entrar a la comisaría, pero el hecho de no estar ahí era motivo de sospecha. Tenía que esperar hasta poder demostrarlo todo. Además, creí fielmente que era mejor trabajar en el caso siendo parte del sistema judicial. Debía creerlo.
Porque… si no hay ley… ¿qué hay?
Llegué a mi departamento arrastrando los pies y con el ánimo por los suelos. Pero un par de brazos me envolvieron y me hicieron sentir algo de nuevo. Y aunque por confidencialidad no podía contarle nada, me entregué al cariño de mi esposa.
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