—¿Puedes guardar lo que sobró en el refrigerador? No olvides envolverlo bien.
—Claro —dijo Bruno, tomando el plástico para envolver de un cajón.
—Por cierto, ¿te contó Ezra que ya consiguió novia? Debo admitir que me emocioné al enterarme.
—Sí, creo que ya llevan saliendo varias semanas…
“Cierto, casi olvido a Ezra… se va a venir abajo después de esto”, pensó él.
—¿Y tú, querido? ¿Cuándo vas a dejar entrar a alguien en ese corazón tan empolvado que tienes?
—Quiero hablar contigo, Nina.
La joven repostera se sonrojó al ver a Bruno responder tan serio. Pero le contestó instintivamente—: Lo siento, Bruno. Estoy comprometida, simplemente no puedo. Tal vez si hubiera sido en otro momento…
—¡No, no es eso! Es… sobre el trabajo.
—¡Ah! Por supuesto, dime —Nina sintió como si le hubieran tirado un balde de agua fría. No cabía de la pena, agradeció que ya fuera tarde y estuvieran sólo ellos dos en el negocio.
—Me temo que tendré que dejarlo. Me ofrecieron un empleo en el norte de la ciudad y no puedo dejar pasar la oportunidad.
—Guau… Pues… Qué gusto por ti, Bruno. Debo confesar que el equipo y yo ya nos habíamos acostumbrado a tu curiosa forma de ser. ¿Cuánto tiempo llevas con nosotros, un año?
—Sí, bueno, casi. Once meses.
—Pues ya no te tocó nuestra famosa celebración. Aunque quizá no te hubiera gustado, tal vez demasiados colores para un vaquero.
—Te agradezco, Nina. Me hiciste creer de nuevo en la gente. Me llevo grandes amistades.
—Ah no, eso sí que no. ¡Espero que no planees llevarte a Ezra también!
—No, claro que no —dijo él, entre risas, quitándose el mandil—. Sólo dile adiós de mi parte, por favor. Tal vez no quiera volver a verme, ya sabes, es muy sentimental. Muchas gracias otra vez por la oportunidad. Nunca lo voy a olvidar.
Se puso su abrigo y salió del local con un nudo en la garganta. Sintió que dejó una parte de él en ese lugar.
Pero no había vuelta atrás. El jefe le había dicho esa mañana que ya era momento de ejecutar el plan. Ya no había tiempo de coartadas. Era todo o nada.
Caminó un par de kilómetros hasta llegar a la zona de bares más popular. Entró a un antro de música tecno y pidió un whiskey. El mismo bartender y varias personas a su alrededor lo miraban como si fuera un saco de basura. Y es que aunque no había código de vestimenta, la mayoría de los clientes vivían en la zona rica de la ciudad, por lo que usaban trajes a la medida.
—¿No pudiste guardar tu sombrero, Indiana Jones? —le gritó un tipo de atrás.
Pero no podía perder tiempo en romper hocicos. Debía encontrar a alguien.
Apenas daba su primer sorbo de whiskey y lo vio. Estaba molestando a dos chicas en el área de los sillones. Era un señor de cuarenta y tantos, con un saco innecesariamente deslumbrante. Era conocido en el gueto como Tarus. El vendedor de alcaloide azul mejor pagado de Bonasera.
Bruno se levantó y se dirigió hacia él.
—Mientras ellas se deciden, ¿tendrás algo para mí?
—¿Y tú quién eres? No creo haberte visto por aquí. Lárgate.
—Vamos, quiero comprar en grande —Bruno sacó un enorme fajo de billetes y las chicas exclamaron de sorpresa.
—¡Idiota, guarda eso!, Sí sabes que pronto van a descontinuar el efectivo, ¿verdad? Que no nos escuchen no significa que no nos puedan ver. Ven, sígueme.
Bruno siguió a Tarus por el antro hasta los baños. Siguieron caminando por el contorno de lugar y llegaron a un pequeño pasillo. Un guardia les dio autorización y pudieron salir por la puerta trasera. Hacía frío y estaba casi completamente oscuro. Se escuchó como cerró la puerta tras ellos.
—A ver hombrecito, qué tanto es lo que… —Bruno le soltó un puñetazo en la cara. El golpe fue tan duro que lo derribó contra la pared. Rápidamente, Bruno le quitó su arma y lo levantó con su brazo izquierdo para apuntarle a la cabeza.
—A ver hombrecito, empieza a hablar y tal vez corras con suerte.
—¿Eres policía? Te estás metiendo en terreno peligroso, amigo. —dijo, escurriendo sangre de la cara.
—Desearías que fuera policía, hijo de perra —dijo Bruno, cargando el arma—. Dime, Tarus. ¿Quién es el portador?
—No sé de qué estás hablando. Mira, creo que no conozco a tu clan, pero te aseguro que podemos llegar a un acuerdo. Me refiero a mucho dinero. Sólo déjame ir. Mis hombres no irán tras de ti, te doy mi palabra.
Bruno, cansado de escucharlo, le dio un rodillazo en el estómago que lo hizo caer a sus pies y retorcerse del dolor. Y justo cuando se estaba empezando a incorporar, le quebró su pierna de una patada.
—Última oportunidad. Y más te vale que sea rápido.
—¡No, por favor! Ya, ya te lo diré. Su nombre es Piero. Él es el portador. Pero es intocable. No hay forma de llegar a él. Paga la mitad de su fortuna en seguridad.
—¿Dónde lo encuentro?
—En el edificio 4 de Laboratorios Jericó. Ahí vive —dijo Tarus, quien empezaba a llorar. Sabía que lo iban a matar por haber roto el silencio—. No sé quién eres o cómo me hallaste. Pero necesito pedirte un favor… dispárame en la cabeza.
—Mierda, es la primera vez que alguien me pide eso. Pero claro, con mucho gusto. De todos modos no te iba a dejar vivo. ¿Alguna otra cosa?
—Sí. Si por alguna razón logras llegar a él, dile que…
Disparo ahogado.
—No soy mensajero —dijo Bruno. Su S&W con silenciador fue la que había escupido la bala justo a la mitad de la frente de Tarus.
Como un fantasma, se movió de manera ágil entre la sombras, arrastrando el cuerpo y pintando su obra. Y en cuestión de un instante, desapareció.
Un par de horas después, una pareja que salía del antro y quería algo de acción antes de llegar a casa, se internó en el callejón entre besos y tentaciones. Pero una pisada sobre el río de sangre bastó para llamar a la policía, que llegaría en la madrugada…
—Este café está particularmente delicioso.
—No exageres, sabe igual que siempre. Seguramente es porque ayer tuviste sexo.
—Por supuesto que no. Digo, sí, hice el amor con la mujer más bella de la ciudad, pero no es por eso. ¿No le echaste azúcar verdad?
—No, creo que lo olvidé.
—Es eso. Ahora lo tomaré sin azúcar. ¡Carajo, qué bien sabe!
—Oye Jack, mira nada más quién llegó finalmente a la escena.
—Laura, Adler, qué bueno que llegaron temprano —dijo el detective Fernández, un hombre de un metro ochenta, cabello güero y rizado, usaba un abrigo largo de color beige y unos zapatos bien lustrados—. Tal vez aprendan algo.
Los tres caminaron hacia la escena del crimen.
—¿Qué tenemos aquí, oficiales? —dijo Fernández.
—Buen día, Detective. Como se lo comentamos a los oficiales Laura y Adler, fue un homicidio con arma de fuego. No hay testigos. Su nombre es Víctor Corel, no aparece en nuestra listas, un simple civil, tal parece que era un cliente común del antro. Aunque traía una pistola —dijo un policía.
—¿Y cómo sabes que era un cliente? ¿Hablaste con alguien?
—No, aún no. Pero el dueño del local está aquí.
—Perfecto, quiero hablar con él.
Fernández, Laura y Adler vieron como un señor en sus ochentas se acercaba a ellos a paso lento, apoyado de su bastón.
—Buen día, detectives.
—Detective. Estos dos aún están verdes. Dígame, ¿lo reconoce?
—Sí. Ese hombre finalmente recibió lo que se merecía. Nunca supe su nombre, pero visitaba el club de vez en cuando para vender droga. Aunque era raro que viniera él, ya que normalmente venían sus hombres. Esos idiotas me hicieron perder muchos clientes.
—¿Y por qué no alertó a las autoridades?
—¿Autoridades? Con todo respeto, detective. Aquí afuera la única autoridad es la supervivencia. Este señor entró a mi casa y con el cuchillo en mi garganta me hizo jurarles lealtad.
—Eso sigue siendo complicidad, viejo.
—Por favor detective, usted sabe perfectamente que prácticamente todos los locales estamos atados a estos delincuentes. ¿Ellos nos extorsionan y nosotros somos los malos?
—¿Usted qué cree que pasó?
—Ni idea. No tengo cámaras de este lado del local. Probablemente fue un robo. Aunque en esta zona no asaltan tanto como en otros lugares. De lo que sí estoy seguro, es que éste ha sido el territorio de este señor por mucho tiempo. Solo espero que sus hombres no vengan pronto. Su droga era cara. Dejaba a mis clientes sin dinero para comprarme.
—¿De casualidad sabe si la droga que vendían era el alcaloide azul? —preguntó Adler. El viejo asintió.
—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Fernández.
—Tal vez sea la propia mafia —dijo Adler.
—Déjate de ridiculeces, aquí ya no hay organizaciones criminales, sólo pequeñas pandillas que creen que pueden burlarse de la ley.
—Tal vez si estuviera más tiempo en las calles, se daría cuenta, detective.
—Niños, niños. Por favor, sigamos con esto —dijo Laura—. Revisemos la escena.
Los tres se aproximaron al cuerpo inerte. Y lo revisaron detenidamente.
—Miren la posición del cuerpo, estaba entrando al callejón. Creo que es obvio. Víctor salía del local después de una noche usual de trabajo y fue asaltado aquí mismo por una pandilla. Estas personas no actúan solas. La bala está justo a la mitad de su frente, por lo que no pudieron haber disparado desde muy lejos. Al parecer este corredor es tan angosto que no hay espacio para ninguna luz en la noche. Por lo que se les hizo fácil esperarlo en la oscuridad y robarle todo. El saco está sutilmente manchado de heroína, así que forcejearon la mercancía. Es claro: un montón de drogadictos robaron su polvo de hadas y de paso mataron al tío Sam —dijo Fernández, con tono arrogante.
Laura y Adler voltearon a verse al mismo tiempo con extrañeza.
— ¿No es raro que tuviera una pistola y no intentara usarla? El equipo forense dijo que el arma la tenía en la parte de atrás del pantalón —expresó Laura.
—Dudo mucho que con tantas personas apuntándole le haya dado tiempo de defenderse —dijo Fernández.
—Algo interesante, es que hay demasiadas pisadas por todos lados, casi imposible saber los caminos que siguieron. Pero curiosamente, dejando de lado las de la pareja que llamó en la madrugada, todas son del mismo calzado. Botas vaqueras Scarecrow, suela cuatro por cuatro, punta cuadrada, talla treinta o treinta y dos. Hace años que no se fabrican, la marca quebró. Estas huellas son de una sola persona. Un hombre que sabía perfectamente lo que hacía —Fernández mostró cara de pocos amigos, sabía que Adler era un sabelotodo fanático de los detalles y al no encontrar fallas en el argumento, dejó que continuara—: Esas líneas de tierra muestran que arrastró al hombre desde ahí hasta acá y lo colocó en esa posición a propósito. No encontramos huellas dactilares por ningún lado, se ve que era un profesional. Se llevó toda la droga para aparentar un robo común. Probablemente dejó la pistola de la víctima porque es un hombre engreído y orgulloso que sólo utiliza su propia arma, que por cierto porta balas muy diferentes a las que se han visto en pandilleros. Calibre quinientos magnum. Un calibre altísimo para una pistola de mano. Tal vez un revólver S&W antiguo de cinco o seis balas. Seguro un fanático del western, un forastero. Habrá que esperar el informe de balística. Eso sí, debo admitir que tenía razón en una cosa, detective. Quien le disparó, lo hizo estando justo frente a él. Probablemente quería conseguir información o resolver un asunto pendiente.
Laura y Fernández se quedaron pasmados por un momento mientras terminaban de procesar los datos. Parecía que todo cobraba sentido, sin embargo el detective no tenía intención alguna de dejar que Adler se llevara el crédito.
—Muy bien Adler, pero tienes mucho que aprender todavía. No podemos asumir nada sin reunir todas las pistas. Dejemos trabajar al resto del equipo. Vayan a la comisaría y envíenme todo lo que encuentren. Yo me encargo del resto. Pero antes debo pasar a desayunar, hace hambre. Por cierto, coman algo también, no es correcto que basen su pirámide nutricional en café.
—Sí, detective —dijo Laura, intentando calmar a Adler con un ligero golpe en la espalda, quien ya estaba completamente decidido a iniciar un largo discurso sobre responsabilidad laboral.
Mientras Adler observaba como Fernández doblaba la esquina con tanta desfachatez, vio de reojo a un hombre con sombrero que lo miraba fijamente entre una muchedumbre morbosa. Pero cuando volteó la mirada, ya no estaba ahí. Pensó que tal vez era su imaginación. Se le hizo muy extraño, pero continuó con lo suyo.
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